Cuando el designio existencial nos pone en el proyecto implacable de la escritura: ¿Cuáles son las luchas, responsabilidades, riesgos y contiendas que se debe adjudicar el trabajador de la pluma? Publicado en 1948, en este caso acapararemos la que sacó a la luz editorial Losada, traducido por Aurora Bernárdez. ¿Qué es la literatura? (Qu ́est-ce que la littérature?). Rubricado por el filósofo, escritor, novelista, dramaturgo, activista político, articulista, y crítico literario Jean-Paul Sartre. El maese en un compendio de ensayos manifiesta la postura por la que el escritor debe adjudicarse en la historia de la tierra. El autor al hablar, por ende actúa, y al actuar ergo toda cosa nombrada por aquél ha cambiado, es decir, ha perdido su estado de absolución. Al dar manifestación del mundo, se hace revelación de éste; siendo imposible que no transmute, ya que la observación del narrador será que lo esculpa o destruya el acontecimiento, o como diría el maestro francés puede lograr lo que hace la eternidad: permutar el objeto en sí mismo.
Esta delación se despliega no solamente a la materia, sino también a los demás: al otro. Entonces no es sólo el no ignorar al mundo; sino que nadie ante el orbe se infiera inmaculado. El contrato (in)existente con la vida es el compromiso en su arquitectura opuscular y nunca oscilando en la indolencia; sino exteriorizando con pundonor y solemnidad todo vicio, desdicha, debilidad y derrota; respaldado por una voluntad, y elección a la altura del oficio que se nos ha adjudica a todo individuo por el sólo hecho de transitar en este círculo de tierra. Cada una de nuestra apreciaciones esta en concomitancia con nociones sobre una sustantividad terrenal que nos advierte que nuestra subjetividad nos es traslúcida.
El hombre es el arcaduz por el cual las cosas son y a la vez proliferan: “…somos nosotros los que ponemos en relación este árbol con este trozo de cielo; gracias a nosotros, esa estrella muerta hace milenios, ese cuarto de luna y ese río se revelan en la unidad de un paisaje; es la velocidad de nuestro automóvil o nuestro avión lo que organiza las grandes masas terrestres; con cada uno de nuestros actos, el mundo nos revela un rostro nuevo” (p. 40).
Existe un binomio que para Sartre, el narrador siempre pondrá abundar en ellos: el primero será que al escribir se formula mal la cuestión de cuántas personas he de llegar con mi obra; sino más bien habrá que interpelarnos con qué pasaría si todo mi semejante tuviera acceso a mi realización. Es decir, tener en cuenta que en cada acto se encuentra el peso de la humanidad en nuestros hombros. Nuestro movimiento no sólo sería más sigiloso, sino más enérgico. Y el segundo: la obra trabajada para un novelista –pudiéndose extender a todo acto estético- nunca se dará ella en la imposición, sino siempre en un constante flujo, jamás objetivado. Siempre el artista verá todo aquello que le dio a la obra; nunca la pondrá en lo imperturbable, sino andará constante, fluctuante, perpetuamente forjable.
El pensador francés nos advierte que por obviedad nunca se escribe para sí mismo. El hecho del libro tiene su consecuencia en el lector. Por lo que estos dos aconteceres para su función requieren de más de un existente. Y al lograrse la compaginación de los dos en el transcurso de la historia se da lo que denomina el maese como “la obra del espíritu.” Ya que sólo hay arte por y para los demás. A la acción del escritor nos dice Sartre se da también la cualidad del desprendimiento. Ésta es una concordancia entre lector y autor: se confía en el otro, se cuenta con el otro, y se le conmina al otro. Los dos en su conjunción han tomado una decisión en su innata e insondable libertad. Una simbiosis que se incrementa en el andar del vínculo. Y todo lo que se desprenda de esta unificación llevarlo a las más altas esferas del pensamiento y el ánima. Manufacturación trascendental.
Cada producción del prosista es un resarcimiento de la universalidad tanto del cosmos como del ente. Y en cada una de ellas es manifestada esa integridad. Porque nos dice el oriundo de París que tal es el encauce del arte: la redención del mundo por medio de su evocación tal como es, teniendo su hontanar en la libertad humana. Ya que dirigiéndose a iguales no hay otro asunto que no sea la prioridad de los dos como la libertad. Porque sea cualquiera la manera en que el redactor haya llegado a este fin letrístico, sean los pensamientos que se tengan. La literatura ha de impeler al escritor al área de combate. Ya que la actividad escribiente demanda su libertad. No interesando sea neófito o avezado nos dice Sartre, el escritor como tal queda involucrado: para bien y para mal. El maestro francés nos instruye que la escritura y lectura son dos caras de la misma moneda: tanto de la historia como de la libertad, pero que en ninguna de ellas se nos transmite en lo abstruso, ya que cada obra manifiesta una concreción de su albedrío y cronología, es decir, un mundo que les es en común a las dos entidades. Así el literato se diseña como un pugilista subversivo: “…el escritor proporciona a la sociedad una consciencia inquieta y, por ello, está en perpetuo antagonismo con las fuerzas conservadoras que mantienen el equilibrio que él procura romper.” (p. 60).
Aunque también siempre se correrán los riesgos que las clases jerárquicas (o la burguesía como la denomina Sartre) le den funcionalidad panfletaria al polígrafo para provecho de sus propios fines. Empero sea la bandera que se abrace para el escritor, siempre habrá una demanda, una exigencia, un deseo por el que se hable. Incluso en el silencio se hablará. Aquel anhelo siempre por amor a convertirse, a realizarse. Ya que con lo único –y el todo- con el que se cuenta, es el presente: “El escritor no tiene todavía del porvenir más que una noción confusa, pero sabe que esta hora que está viviendo y que huye es única, que le pertenece, que no es inferior en nada a las horas más magnificas de la Antigüedad, recordando que éstas como la de ahora, han comenzado por ser presentes; sabe que esta hora es su oportunidad, y que es preciso que no la pierda.” (p. 73).