La noche iluminada

Alcanzaron las faldas del cerro de Cuatlapanga, donde el guía comenzó a narrar la leyenda.

Confío en que esta alianza nos ha sido enviada por la misma Providencia… ahora sí, Montezuma temblará ante el ejército que cree divino, seguido por las huestes de sus poderosos enemigos: los de Cempoala y los de Tlascala, dijo el Capitán don Hernando, con la copa en alto, durante la cena con sus lugartenientes. Brindo también por doña Marina, que ablandó al anciano Xicotenga… ¿Habéis notado cómo se conmovió al palpar la faz de la Santísima Virgen que le hemos regalado? Los oficiales secundaron el brindis. Dedicaremos unos cuantos días a descansar, recuperarnos y preparar la marcha hacia la ciudad del Montezuma. Ha dicho Xicotenga que es diez veces más grande que esta Tlascala que os ha impresionado, ¡así que imaginad, compañeros!

Los hombres de Cortés aprovecharon bien la hospitalidad del soberano tlaxcalteca: disfrutaron del palacio, la comida y las doncellas que el rey obsequió a los capitanes.

Don Hernando, quien declinó tomar a la hija de Xicoténcatl por estar, como se decía, encoñado con la india doña Marina, su intérprete, y siendo de naturaleza muy inquieta y contraria al ocio, prefirió organizar una breve expedición a la montaña más alta de los alrededores. Me sienta mejor despejar la mente desa manera, declaró. Lo acompañaba su inseparable traductora, un guía tlaxcalteca y un pequeño destacamento de soldados.

Emprendieron la excursión por la mañana. Habría que recorrer algunas leguas, explicar en más de una aldea que los españoles eran los nuevos aliados del viejo Xicoténcatl. Cortés disfrutaba el periplo; el paisaje rocoso, perfilado por montañas, le recordaba su natal Extremadura. Saboreaba el reciente triunfo y se sentía bendecido por la Señora de Guadalupe, patrona de su provincia ibérica, y por Santiago Apóstol, a quien encomendaba su aventura cada día desde que salió de la isla de San Salvador. Confiaba en conquistar la mítica Tenochtitlan con más política que armas. Le ayudaría la noticia de cómo había vencido a las huestes numerosas del bravísimo Xicoténcatl el joven y el rumor cada vez más fuerte de su naturaleza divina: si ellos piensan que soy la reencarnación de su dios serpiente, venga, pues debo serlo agora, se decía.

Alcanzaron las faldas del cerro de Cuatlapanga, donde el guía comenzó a narrar la leyenda. Marina traducía, interpretaba y embellecía el relato:

“¿Véis, señor mío, el perfil de este cerro? Es la cabeza de un hombre, mirando hacia el cielo, con la boca abierta en un aullido de dolor. Se trata del guerrero Cuatlapanga; así quedó, convertido en montaña que grita sin descanso el nombre de su amada Matlalcuéyetl, que significa “la de la enagua azul”. Se dice en esta tierra que a él lo enviaron a cumplir varias misiones antes de poder casarse con su prometida. Estuvo mucho tiempo en sitios apartados, mas cuando volvió, lleno de ilusión, y pidió ver a Matlalcuéyetl, le dijeron que no sería posible. Pero, ¿cómo mientan tal cosa, si he cumplido con todas las condiciones?, preguntó. Sus amigos y parientes no se atrevían a darle la noticia. Dejaron que fuese el padre de la joven, el mismo que lo había enviado lejos, quien destruyera su mundo con una frase: tu amada ha hecho el viaje sin retorno: habita ahora el Mictlán. La hemos sepultado en el campo, junto a la pequeña laguna.

“El guerrero lanzó lamentos desgarradores, más fuertes que el sonido de la caracola anunciando el fragor de la batalla. Corrió hasta el lugar donde yacían los restos de su novia y se tendió a su lado, mirando a Tonatiuh, sin dejar de increpar, a gritos, a las fuerzas malignas que le habían arrebatado la única posibilidad de ser feliz. Sus alaridos se convirtieron en truenos. La tierra se estremeció; en la cabeza del guerrero se dibujó una línea que se abrió en forma de grieta: así hizo honor a su nombre, Cuatlapanga: el de la cabeza partida. De su boca abierta salieron, con fuerza, piedras encendidas. No se movió hasta que la debilidad lo venció y pudo marchar su espíritu al Mictlán, en busca de Matlalcuéyetl. Se dice que al unirse en el inframundo, a ella se le despertó la pasión: desa manera se transformaron sus restos en montaña y de su pecho brotaron ríos de lava”.

Mala fortuna la de ese soldado, afirmó el capitán antes de guardar su aliento para continuar el camino ascendente. Atardecía. Los colores del ocaso hacían juego con la tez morena de Malitzin y con sus mejillas, teñidas de rojo por el esfuerzo. Cuando alcanzaron una pequeña planicie, rodeada de árboles, Cortés dio orden de instalar un campamento. Continuaremos por la mañana, es tiempo de descansar.

Una vez que los hombres del conquistador levantaron la tienda, el capitán les mandó alejarse y dejarlo a solas con doña Marina. Era un buen momento para iniciar los arrumacos, le sugería el viento que despide a Tonatiuh. Vamos, dijo a su amante indígena con un ademán que indicaba entrar en la tienda. No necesitaba más explicaciones, ella dominaba la lengua del conquistador y había aprendido también a interpretar el lenguaje sin palabras, el de semblante y cuerpo.

Hagámoslo afuera; será una noche mágica, prometió ella. Una sonrisa enigmática acompañó la invitación a la que el capitán no pudo negarse.

Malitzin comenzó el rito amatorio. Conocía los rincones sensibles de don Hernando. Además, sus dioses no eran remilgosos como el que mentaba el capellán de los españoles; veían con agrado que los humanos gozaran de sus cuerpos. Siguiendo el ritmo de tambores imaginarios, Marina cambió las calzas de su amo por besos y caricias. Dejó caer con suavidad su enagua e hizo a un lado el quezquémetl para que él se solazara recorriendo su piel, firme y lisa como barro pulido. Con susurros, lo conminó a hundirse en ella.

Cuando ambos jadeaban, compartiendo el éxtasis, el cielo se iluminó. Una nube incandescente se acercaba a ellos. ¿Qué es esto? ¿Es la magia que anunciabas?, preguntó el español, con un asomo de temor hacia lo inexplicable. Malitzin no respondió. Se limitó a sonreír, todavía agitada, sudorosa y satisfecha. La nube los rodeó. Se trataba de un inmenso enjambre de papalotzahuatl, luciérnagas en busca de sus parejas. El deseo las ilumina, declaró la joven. Como a ti, respondió el capitán, envuelto en el sopor que sigue al placer, y fascinado por la luminiscencia de los miles de insectos que revoloteaban sobre sus cabezas. Aunque su carácter realista lo hacía siempre escéptico hacia lo sobrenatural y desdeñaba sentimentalismos, era innegable que la experiencia elevaba su espíritu y ponía en su semblante una expresión arrobada. Lo embargaba la alegría y hasta diríase irremediablemente enamorado. Con esa placidez se quedó dormido.

Por la mañana reanudaron el ascenso. Conforme las nubes se alejaban de la superficie al avanzar el día, la vista se extendía abarcando paisajes asombrosos. Los volcanes mayores: Popocatépetl e Iztaccíhuatl se imponían con toda su majestad. Otra historia de amores malogrados, dijo Marina a Hernando. Igual que Cuatlapanga, Popocatépetl encontró a su amada inerte al volver de una guerra. Al igual que Matlalcuéyetl, Iztaccíhuatl murió durante la ausencia de su prometido. Habían alcanzado la cima; correspondía al conquistador clavar un estandarte en el punto más alto, como testigo de la hazaña. Al hacerlo, Cortés declaró: desde agora esta montaña llevará el nombre de Malitzin en honor de doña Marina. No se referirá más a historias tristes, honrará con alegría a la mujer cuya hermosura iguala a su valor e inteligencia. La aludida envolvió a su amo en una mirada que acusaba pasión: el destino la había entregado a ese hombre para ser el instrumento de su gloria.

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