Érase Una Vez...

Columna por Bertha Balestra

Cuando una leve claridad anunciaba la inminencia de un nuevo día, Micaela inició el ascenso.

Ciertamente fui Hueytlatoani Colimotl por derecho, por ser el mejor entre los guerreros de mi pueblo.

Alcanzaron las faldas del cerro de Cuatlapanga, donde el guía comenzó a narrar la leyenda.

Mientras tanto, Popocatl y sus hombres avanzaban hacia el sur. No faltaron en su camino zozobras y reveses.

Unos dijeron que la madre tierra estaba enojada, que ya no aguantaba más los malos tratos.

Al principio la enjundia y la sorpresa sumaron victorias a mi recién estrenado apellido.

Por otra parte, redactaba largas páginas a partir de sus observaciones sociales y políticas.

Mi emoción era tal que no sentí pena alguna al despedirme de mi madre.

Por las tardes era necesario pedir periódico a los vecinos, tíos, amigos y hasta desconocidos.

Fui el regalo de Navidad de sus abuelos hace poco más de tres años.

Esa noche, después de la cena, había salido sin dar explicaciones.

Su carácter se ha vuelto más irascible y autoritario que nunca; no escucha a nadie.

Fui fiel a mi Iglesia, haciéndola gobernar en el cielo y, al lado de mi marido, en la tierra.

En la cabina de su nave espacial, los verdes dedos de Nemalx parecían galopar sobre el teclado.

El sacerdote oraba, meditaba para ver si los dioses le decían cómo resolver la situación.

El ladrón quiso llevarse los trece lingotes de oro dentro de unas calzas.

Se vistió y acicaló lo mejor que pudo, no sin echar de menos a Sancho, como cada mañana.

Los mayores acontecimientos de mi vida se dieron casi al mismo tiempo.

Izta, Iztaccíhuatl, escucha mujer, estoy aquí, a tu lado, esperando que despiertes, me des una señal de vida.

Por fin, una limusina negra, reluciente, se detiene ante la alfombra roja.

El peso sobre mis hombros, la opresión en el pecho, volaron con ellos.

Con la cara enrojecida y el corazón latiendo a todo galope, se arrodilló en el confesionario.

Necesito caminar. Alejarme de las olas embravecidas que cada vez llegan más cerca.

El tlatoani Nezahulacoyotzin cerró los ojos. La pesadilla no lo abandonaba.

Desde entonces casi a diario rondé su casa, en espera de verla salir, dirigirle la palabra.

Nunca considerará a una mujer como compañera.

El viento fresco y las primeras luces de la aurora nos sacaron de aquel idilio.

Érase Una Vez...

Columna por Bertha Balestra