Hesse y el destino

Ahora no fue con ficción, sino con una carta escrita en 1919.

Muy frecuentemente me encuentro refugiada del mundo intentando que algún autor o autora cure mis heridas con sus palabras, aplicadas como bálsamo sobre mi alma. No lo hago consciente porque me parece un hábito que llevo prácticamente toda mi vida alimentando. Tampoco lo veo como evasión, ni como un escape: las palabras me obligan a pensar aún cuando todo lo quiero ignorar.

Además del tiempo, pienso mucho en cómo voy a usar el que me falta. Hace mucho abandoné la necesidad de afirmar que la vida, la humanidad tiene un propósito, y no con cinismo o nihilismo, sino con la felicidad que da el saberte libre. La existencia, nuestro pequeña caja de Petri en el universo, puede que no signifique nada, pero mi raciocinio me permite conferirle entonces, el valor que a mi se me antoje a todo lo que hago.

Claro, no pretendo hacerles creer que me inventé las respuestas a las preguntas filosóficas básicas y que en eso baso mi vida. Por suerte tengo a las palabras de otros, con mucha más experiencia que yo, y no se me escapa meditar sobre las máximas que ya se han planteado y que otros han perseguido. Además del tiempo, entonces, pienso mucho en mi destino.

La paz de pensar en esto es que no soy la única, evidentemente, y cuando se siente apabullante la cantidad de decisiones que hay que tomar para poder cumplir con mi ‘destino’, que viene siendo lo que se me ocurra, busco ese refugio que tanto me ha apoyado otras veces. En esta ocasión, Herman Hesse estaba ahí para recibirme. Ya lo había hecho una vez antes, cuando tenía como 17 y sentía el peso del futuro más intensamente porque el fervor de la adolescencia seguía corriendo por mis venas. ‘Siddhartha’ fue en esa ocasión, y aún puedo encontrar a ciegas las heridas que me curó.

Ahora no fue con ficción, sino con una carta escrita en 1919. Ahí, Hesse escribe: “Debes olvidar el hábito de ser alguien más o nada en absoluto, de imitar las voces de los demás y confundir los rostros de los demás con los tuyos. Al hombre se le da una cosa que lo convierte en un dios, que le recuerda que es un dios: conocer el destino. Cuando el destino llega a un hombre desde afuera, lo derriba, como una flecha derriba a un ciervo. Cuando el destino llega a un hombre desde dentro, desde lo más profundo de su ser, lo hace fuerte, lo convierte en un dios.”

Sus palabras se sienten con la misma fuerza que la primera vez que leí a Rilke escribiendo: “¿Qué harás, Dios, cuando me muera?”. Más allá de la comparación con un dios, es el reconocimiento del poder que te confiere sobre ti mismo el conocer a dónde vas. Continúa escribiendo sobre el poder de la soledad en la búsqueda del destino, de apreciar el dolor y crecer por encima de este. La belleza de ver el destino y todo lo que nos espera, inclusive la belleza, mezclada inevitablemente con el dolor de atreverse a vivir, me recuerda ahora a lo que escribí de Tolkien hace 2 columnas.

Hesse continúa declarando: “Fueron hechos para ser ustedes mismos. Fuiste creado para enriquecer el mundo con un sonido, un tono, una sombra. En cada uno de ustedes hay una llamada, una voluntad, un impulso de la naturaleza, un impulso hacia el futuro, lo nuevo, lo superior. ¡Déjalo madurar, déjalo resonar, nútrelo!”

Termina su texto, así como yo lo terminaré, con un enunciado cuyas palabras sin rodeos nos dan un poco de la fuerza que necesitamos para convencernos: “Tu futuro no es esto o aquello; no es dinero o poder, no es sabiduría o éxito en su oficio – tu futuro, tu camino difícil y peligroso es este: madurar y encontrar a dios en ti mismo.” Si queremos tomar la literalidad de la mención de dios en sus palabras, es decisión propia. Pero invariablemente, se centra en entender el potencial que hay que cada uno y la posibilidad de empujarlo para llegar a ser más de lo que en algún momento consideramos de nosotros mismos, honrando este pequeño experimento llamado humanidad.

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