Llegamos al cementerio. Hay millares de flores de plástico y cintas al viento.

Graciela por el viento

Te divertirías mucho aquí con mis amigos. Una  diversión que crece como las hojas de un árbol, y más tarde te deja una fruta. Llevamos horas caminando junto al dique. Alexander me pasa un palo, Nacho nos apunta con la GoPro, y Nando me tira una bosta petrificada a la que le doy un batacazo. El sorete hace una pará bola hacia la ventanilla de una camioneta que acaba de estacionar en la playa. Rajamos. Al rato volvemos y seguimos el camino.

Retomamos nuestra discusión. Yo no. Voy viendo qué hacer cuando lleguemos. Empiezo a pensar en vos.

¿Te acordás cuando metías una gomita en mi cerveza, y me preguntabas qué haría si me dieran a elegir entre la cicuta o el destierro? No comprendíamos a Sócrates. ¿Cómo puede el destierro ser peor que la muerte? Claro, los  siglos nos han disecado, y la tierra se ha vuelto nitrato, fosfato y arcilla. Pero antes era mucho  más que eso. Igual que las bestias humanas, que éramos más que nuestras reacciones químicas caminando sobre el planeta.

¿Dónde está para nosotros lo sagrado?, ¿en la fe?, ¿en la ciencia?, ¿el arte? Los veo discutir a mi lado, ebrios de amistad en el ventarrón  de esta pradera, y sospecho otra opción. Creo que me darías la razón, pero igual te me reirías, porque también para vos la lógica no era mucho más que un muñequito articulado.

Llegamos al cementerio. Hay millares de flores de plástico y cintas al viento.   Cruzamos la pirca y nos recibe un gatito. El silencio de los cementerios es diferente a otros silencios. Aquí hay una mordaza de tierra. Una mordaza. Me acuerdo de tu voz.

Nos sentamos en las tumbas. Saco la guitarra y arpegio bajito. No hablamos. Estamos.

Nando vive en Buenos Aires, y volvió por unos días. Nacho es de Salta, y Alexander ya se va. Ellos también están de paso. Desde mi vida los veo llegar y los veo partir. Soy la cuenca  de un río que pasa. Y ahora estamos sentados en tumbas de un cementerio, escuchando la guitarra y el viento.

Graciela, vos deberías volver para decirme cuánto he crecido, o si solo estoy mareado  de dar vueltas. Deberías abrazarme como una llovizna y decirme que sí, que el espacio no  importa, que mi pueblo es un pueblo disperso  en la vía láctea. Que en cualquier sitio podría, como en este momento, sentirme por fin en casa.

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