Soy un soldado, un patriota, un gudari, un abertxale, un amante, un poeta, un aizkolari, un loco.

Gudari

No necesito más impulso que el aberri. Mi dedo es una extensión del gatillo. Mis ojos solo conocen el triste negro de no poder ver el verdor de mi tierra.

Euskal-Herria.

Un pitillo que se termina, humo que se disipa, un pitillo que se enciende,  humo que impregna la cabina de un coche robado en Iparralde. Imagino los ojos de mi compañero, inyectados en sangre, puestos sobre el retrovisor, observando personas, observando cosas, observando enemigos con el cacharro en la mano. Hombres, mujeres, niños, niñas, ancianos, ancianas, nuestros enemigos. Y tengo tiempo para pensar, para saber que pienso, para pensar que odio y amar el odio que siento por todo lo que sé: amo el aberri y odio al enemigo.

Euskal-Herria.

Soy un soldado, un patriota, un gudari, un abertxale, un amante, un poeta, un aizkolari, un loco. Muero por palabras recién nacidas, muero por esta bandera mía, recién nacida, cuyos colores aún no conozco. Amo lo que sé  amar, lucho la batalla de mi padre, de mi abuelo. Lucho la batalla que me inculcaron. Odio al enemigo porque odio mamé de los pechos de mi madre. Mi madre: Señora Muerte, ríe, canta y llora. Cuando mi madre me parió al ritmo de las txalapartas, quedé ciego. Ciego por entrar mis ojos en contacto con el aire de mi pueblo oprimido.

Putos maketos.

Ciego crecí y ciego maduré, en los gaztetxes, sin ser excusa mi ceguera  para saber disparar un arma. Viví en tierra de gigantes, oyendo en las montañas las voces de los míos clamando. Ahora oigo las voces de mi padre, de mi abuelo, quienes fueron ciegos antes que yo. Pienso en mi hijo, que  ya sabe distinguir calibres y explosivos, y deseo que su ceguera no dure mucho. Nos pienso juntos, admirando el verde de mi tierra, escuchando Hertzainak y Kortatu.

Euskal-Herria.

Huelo a tres hijas de txakurra jugando en la plaza, saltando a la pata coja  sobre una comba. Tres cuerpos que hoy dormirán carbonizados en un lecho de carrocería negra. Tres cuerpos que dormirán la noche larga tras oír un cuento de metralla y c4. Mi compañero, mi lazarillo, prende con su mirada el enésimo cigarrillo y me lo ofrece. Fumo. Mi pecho se acompasa. Al final del día, veré la tierra prometida.

Euskal-Herria.

Pienso en los míos. Trato de descifrar el orgullo que sentirán al limpiar la  oscuridad con la que nací en los ojos. Señora Muerte reirá, cantará y llorará. ¿De qué color tendré los ojos? Las hijas de txakurra gritan en júbilo, impasibles ante mi ceguera. Me desafían. Sus chillidos taladran mis tímpanos. Oigo las risas de las hijas de txakurra, hablando sobre sus primeros besos, sobre sus colecciones de inocentes y desesperadas caricias. Maldicen a sus padres por la guerra, por impedirles saborear la vida nocturna. Yo también los maldigo. Maldita guerra que solo nos trajo ceguera. Mi compañero me avisa, me dice que me prepare. Falta poco. Me da palmadas en la espalda, está orgulloso de mi. Él recuperó la visión cuando solo era un niño, pero  nunca es tarde, dice. Nunca he matado. Podré ver nuestros ríos y nuestras  piedras, los troncos que perforan la tierra. Me entrega un mando de pequeña dimensión.

Los txakurras corren a abrazar a sus hijas. Mi compañero me da un golpe en  el brazo y aprieto el botón. Oigo a los míos aplaudiendo, mi nombre en el  mural de la ikastola, vítores de ángeles, y a mi tierra respirar. Huelo el fuego,  al enemigo calcinado. Huelo el horror de los txakurras al no saber distinguir los miembros amputados de sus hijas, y sonrío. Huelo la humedad que impregna mi pantalón. Mi primera eyaculación. Sonrío por Euskal-Herria y  sonrío por mí.

Mi compañero arranca el coche. Conoce la ruta y no tarda en llevarnos al  piso franco. Lo celebramos, nos reciben como a héroes. Señora Muerte ríe, canta y llora. Vierte una jarra de agua sobre mis ojos, y masajea mis córneas.  Ríe, canta y llora. Noto sus dedos, noto la alegría que me rodea. Sé que sus dedos son Euskal-Herria. Me entregan una toalla áspera para secarme el  agua de los ojos, y limpiar mis párpados y mejillas de oscuridad. Me seco,  y retiro la toalla de mi cara. Oigo sorpresa y aplausos, me abrazan y felicitan. Dicen que tengo los ojos verdes. Como nuestras praderas. Celebran mi  bautismo.

Pero no comprendo la alegría de los míos, no la comparto. Veo en televisión  imágenes del atentado, veo hijas de txakurra en el suelo, sin caras, y veo a  sus padres rasgándose las vestiduras, apagando el fuego que aún abrasa los miembros de sus hijas con la corriente de sus lágrimas. Tartamudeo, y tiemblan mis piernas. Desfallezco y quiero morir, porque después de matar  perdí la ceguera que era mi más fiel compañera. Desfallezco y quiero morir,  porque ahora veo. Porque más odio ver que la ceguera que ahora añoro. Me  miro en un espejo. Mis ojos no son verdes. Son rojos. No veo Euskal-Herria.  Veo una triste bandera riendo, cantando y llorando.

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