Los gatos lloran más cuando hay luna llena. A veces suenan como niños abandonados, parecen agoreros del mal.
Esta noche se siente rara, es templada pero demasiado quieta, escucho mis pestañas raspar la sábana cuando me cubro la cara. Me destapo, por la ventana pasa la sombra de una mujer llorando. Serán las tres de la madrugada, la sombra se ve en las cortinas, nítida y suave. Casi ni se siente, se oye a través de la pared hasta la esquina, donde dobla para tocar a la puerta de los vecinos. Ha de ser la hija de doña Chelo que ya llegó, le habrán avisado que falleció la señora.
Las calles del pueblo son esculpidas por la luz de luna, hasta donde la negrura quiere dar forma. Nada se mueve, se escucha el silencio que zumba hasta reventar los oídos, sólo los más pendejos no lo sienten. Otros seguramente están con el ojo pelón, haciéndose los dormidos y mirando las tejas, escuchando los mosquitos, y los perros que ladran de pronto, como viendo un extraño que calla y azuza.
El silencio se rompe, allá, el niño de Jesús, sobrino de Angelita, chilla y chilla, tiene como quince días de enfermo. Dicen que está muy malito, que a lo mejor se les vaya a morir. Las vacas en el corral se echan a correr, como arreadas por el viento. Los perros nerviosos chillan de frío en su lugar. Cae el sereno sobre la madrugada.
—Tápate mejor.—me dice Monserrat.
Yo hago como que no la oigo y sigo mirando el techo, con sus tejas rotas que dejan pasar dagas de luna hasta mi cama.
—¿Qué tienes?—me dice.
18
—¿No oyes? —le digo—Un niño. En la calle se oye que está llorando un niño.
—Es el niño de Geno, ya duérmete.
—Pobrecito, llora con mucho dolor.— ella se durmió sin responderme.
El llanto se detuvo. Me desvanecía en el zumbido de un mosquito, cuando escuché de nuevo al niño, pero esta vez más cerca. Traté de mantenerme quieto, sin abrir los ojos, sentí mi angustiosa concentración en el sonido, se acercaba más.
Desperté a Monserrat.
—Oye.—le dije—ya está bien cerca.
Ella se sentó en la cama, dormida todavía, como cuando va al baño. Se despabiló un poco y enfocó su atención.
—Ha de ser Geno, está redesesperada por su niño. Me voy asomar.
Nuestra casa era de sólo dos cuartos, la cocina y la sala-dormitorio que era separada por unas cortinas. La puerta se veía desde la cama. Monserrat se agachó para buscar sus sandalias. Más se tardó en parar, cuando el llanto del chamaco desapareció. Y nada, ni grillos, ni perros, o mosquitos. El aire se llenó del vacío de lo insensible. Como coordinar varios movimientos de jalón, suave y de golpe, una horrible sensación que no entiendo, pero que me cayó atronador en el corazón como la muerte.
Escuchamos luego, pasos de un gato en las tejas. Y cómo bajaban hasta nuestra puerta. Monserrat se levantó hipnotizada, caminó deslizándose, y abrió la puerta. Recordé que mi madre me contó: “No abras si escuchas llorando de noche a un niño, es la Cegadora que quiere pasar”. Entonces corrí para cerrar la puerta, una mancha gigante quería entrar a la casa.
El espectro era pardo y negro, tenía una cara informe cubierta por una sombra, abría sus fauces lanzando un quejido felino con dolor insoportable: lloraba como gato y niño. Su lamento era una tortura que nunca se consume, como la soledad y la verdad, nadie le puede mentir a la infinita tristeza de la muerte.
Monserrat ni se acuerda que me ayudó a cerrar la puerta. Dice que lo he de haber soñado. A lo mejor y sí. Pero desde entonces, la verdad, ya no me gustan los gatos.