“Los siete azahares todavía no se asentaban en la porcelana caliente de las tazas cuando, por primera vez en doscientos años, alguien llamó a la puerta.”
Así no, por favor —la interrumpió él haciendo un ademán—. Odio las historias cíclicas.
—¿De qué hablas? —replicó ella, todavía masticando la frase a medias que se le había quedado atorada entre los dientes.
—Las historias donde el final se conecta con el principio y todo se vuelve una pesadilla interminable —él parecía lamentar haberla interrumpido.
—Pensé que habíamos acordado contar la historia que quisiéramos, a nuestro modo y sin interrupciones —ella parecía lamentar haber sido interrumpida.
—Solo sin historias cíclicas, hazme el favor —él limosneó, compungido.
—Puedo intentarlo, pero no prometo nada —ella replicó, divertida.
—Continúa entonces —suplicó él con una sonrisa aliviada.
—En la casa con las ventanas de espejo —ella comenzó— los residentes tomaban el té a cualquier hora. Las gotas de sol intentaban colarse a la mesa, pero rebotaban desde afuera y se diluían entre las copas de los árboles del parque de enfrente. Por su parte, la sala de té era alumbrada permanentemente por el brillo de los residentes, que emanaba de sus ojos, rebotaba en la parte interna de las ventanas de espejo y era redirigido a otra ventana, multiplicándose y esparciendo por la casa un resplandor anaranjado agradable y perenne. Naturalmente, los residentes habían resuelto mucho tiempo antes enterrar los relojes y guiarse por el cronómetro más preciso de la historia: el estómago. Sus actividades diarias giraban en torno al hambre y habían olvidado mucho tiempo atrás que era posible medir la hora con números cardinales. Los siete azahares todavía no se asentaban en el suelo caliente de la porcelana de las tazas cuando, por primera vez en doscientos años, alguien llamó a la puerta.
—Los dos residentes —continuó ella— chocaron sus miradas y el brillo de la habitación disminuyó al instante. Una regla inquebrantable era nunca verse a los ojos; todo el mundo sabe que no hay nada que apague el brillo de una mirada como dirigirla a unos ojos que se amaron y que ahora ya no se reconocen. En sus miradas abrazadas, por primera vez en incontables lustros, saborearon por un instante fugaz algo que ya no recordaban que existía. Pero lo que ahora importaba era el invitado. Abrir la puerta, obviamente, conllevaba un ritual profiláctico moderadamente fastidioso. Si afuera era de día, medio mililitro de brillo solar escabulléndose por el portal, rebotando y amplificándose entre las decenas de ventanas espejo bastaría para incinerar a los dos al instante. Si era de noche, por el contrario, una pizca de resplandor lunar haciendo lo propio pintaría para siempre las paredes de luz de nostalgia. Y todo el mundo sabe que la nostalgia es especialmente nociva para las tazas de porcelana. El timbre sonó de nuevo.
—Del baúl —prosiguió ella, sin interrupciones— sacaron las cortinas negras que no habían usado en poco más de dos siglos. Implorando paciencia al inoportuno visitante, se apresuraron a cubrir todas las ventanas en carrera angustiosa, viendo con pesar cómo se enfriaba el té.
—Pase a prisa, por el amor de Dios —dijo la residente, abriendo la puerta con los ojos cerrados.
Un señor alto, enjuto y con manos arrugadas cerró la puerta tras de sí, dejando la mañana clara y frondosa del otro lado del portal.
—Un segundo —dijo el residente, también con los ojos cerrados—. No hemos hecho esto en quién sabe cuánto.
Haciendo gala de una excelente memoria muscular, los residentes trastabillaron hasta el baúl, sacaron dos escobitas negras y procedieron, sin abrir los ojos una sola vez, a barrer hasta la última gota de luz solar a través de una ínfima ranura en el picaporte. Cuando solo quedó el calor del té tibio –que es notablemente distinto al calor producido por la luz solar-, taparon la ranura nuevamente con cera y abrieron los ojos en la oscuridad abrumadora.
—Vengo a contarles…—comenzó el señor alto, enjuto y con manos arrugadas.
—Todavía no, que tampoco somos cavernícolas —lo interrumpió el residente haciendo un ademán en medio de la penumbra.
Quitaron con habilidad —prosiguió ella— las cortinas negras y la sala recuperó casi de inmediato el resplandor anaranjado agradable cuando abrieron los ojos al unísono. Vieron por primera vez a su invitado y sonrieron confundidos.
—Aprecie usted el ritual insoportable —dijo la residente tratando de ser amable, pero seria al mismo tiempo—. No se había barrido luz en esta casa en más de veinte décadas.
—Tenga por seguro que lo aprecio —respondió el señor alto, enjuto y con manos arrugadas, con una sonrisa gigantesca.
—¿Viene entonces a contarnos…? —increpó el residente.
—Vengo a contarles del último grito de la moda en iluminación alternativa —dijo el señor alto, enjuto y con manos arrugadas en tono de vendedor de aspiradoras.
—Ilumínenos entonces —respondió la residente sonriendo, y la luz del cuarto decreció un poco a causa del par de segundos de ojos en blanco que puso el residente por culpa del chiste poco ingenioso de su mujer.
—Está claro —comenzó el señor alto, enjuto y con manos arrugadas— que son usuarios orgullosos de la luz mirádica. Mucho menos agresiva que la luz solar, menos costosa que la luz eléctrica y menos perjudicial para la porcelana de las tazas que la luz nostálgica. Por el módico precio de dos sonrisas, vengo a ofrecerles una alternativa con muchas ventajas. Pero primero, voy a pedirles de nuevo sus cortinas.
Como si estuviera en su casa —continuó ella mientras él la veía interesado—, el señor alto, enjuto y con manos arrugadas volvió a cubrir todas las ventanas espejo menos una. Un resplandor anaranjado equivalente al de un quinto de vela en una habitación de tamaño promedio fue lo único que prevalecía mientras los residentes eran guiados por su invitado sorpresa al sillón frente a la mesa pequeña. Como si fuera un tercer residente, el señor alto, enjuto y con manos arrugadas sacó papel y pluma.
—Alguien –quien sea- se acomoda en la orilla de la cama—comenzó con voz ceremoniosa el señor alto, enjuto y con manos arrugadas, mientras la tinta negra transcribía su recitar— y profiere con voz profunda:
—Hay cinco cosas que nunca voy a poder olvidar: de qué color es el miedo que te hormiguea en las venas del cuello cuando una novela romántica menciona de improviso el olor de las almendras amargas –esa epidemia gestada en el boom latinoamericano que vaticina inequívocamente un suicidio de los de amores contrariados-; cuántas veces con exactitud te has abstenido de parpadear, desde el día en que te conocí hasta ahora mismo, por tu manía incontrolable de robarle segundos al tiempo, mientras los ojos se te enrojecen ligeramente y una lágrima se empieza a formar en el izquierdo –el de la miopía más acentuada- por la falta de lubricación; cómo das brinquitos por la cocina cuando el repartidor llama a la puerta, sacando del horno las galletitas que insistes en dar como propina –siempre has creído que la comida debe pagarse con comida-; que te moriste en mis brazos mucho -novecientas noventa y nueve vidas- antes de lo que habíamos prometido —alguien –quien sea- le dice al cadáver de su esposa con la voz partida en un millón de pedazos de porcelana—. Y, por último, el maldito olor a almendras dulces al que apesta este cuarto.
La habitación quedó en oscuridad total cuando los residentes se perdieron en la mirada del otro, claramente afectados por la historia del señor alto, enjuto y con manos arrugadas. Un segundo después, un resplandor purpúreo se escurrió del papel con el relato, babeó por la mesa y, al tocar el suelo alfombrado, explotó en un brillo violáceo que no solo iluminó considerablemente mejor que la luz mirádica, sino que pareció calentar de nuevo el té.
—La luz literaria —anunció con orgullo el señor alto, enjuto y con manos arrugadas—, queridos anfitriones. Un solo folio de papel con literatura escrita con el corazón, alumbra indefinidamente una habitación tamaño promedio. Siempre y cuando, por supuesto, alguien recuerde lo que dice.
Los residentes tenían la boca abierta —continuó ella, notando que él también tenía la boca abierta— y la cerraron solo para efectuar el pago acordado: dos sonrisas. El hombre se despidió tan rápido como llegó, los residentes cerraron los ojos y repitieron el ritual en reversa. Abrir la puerta, cerrarla sin permitir que se metiera mucha luz solar, barrer los residuos por el orificio del picaporte, sellarlo con cera y abrir los ojos. Solo que esta vez no se molestaron en quitar las cortinas negras.
Sentados a la mesa, viendo cada uno la taza del otro, los residentes continuaban sonriendo.
—Un tipo interesante, ¿no crees? —dijo la residente, afable.
—Ciertamente —respondió el residente con la mirada entretenida en la hoja que todavía chorreaba luz añil.
—¿Será que vamos haciendo una de esas para cada cuarto? —preguntó la residente, expectante.
—¿Después de todos estos años? —replicó el residente, con mirada grave.
—Antes de todos los que faltan, prefiero creer —respondió la residente mientras sacaba varios folios de papel y dos plumas de un cajón en la vitrina.
—¿No te molesta la extensión? —preguntó ella, juguetona, viendo el interés profundo en la mirada de él— Ciertamente habíamos acordado historias cortas.
—Para como está esta, no me molestaría que durara para siempre —dijo él con voz dulce.
Ella sonrió.
Frente al papel —continuó ella—, los residentes se miraron directamente a los ojos. La hoja frente al sillón tenía la ventaja de no palidecer aunque sus miraras se encontraran. Y los dos sabían, por supuesto, que todavía –después de todos estos años- se morían por mirarse.
—¿Empiezas tú? —la invitó el residente con una dulzura que había pensado extinta desde décadas atrás.
—Las almendras amargas son la peor forma de matarse —dijo la residente por respuesta, mientras la tinta negra transcribía su recitar—. Nada más egoísta que quitarse la vida –que no es de uno, para empezar- con un aroma tan inolvidable como el de las almendras amargas. Incluso sin mencionar el escándalo que representa que toda la cuadra se entere de los motivos gracias al aroma que va de puntitas por las rendijas de las ventanas y por las banquetas aledañas, el amante agresor debería pagar su parte de la culpa. Entrar a la casa de cualquiera a quien haya lastimado tanto y encontrarla colgada, cicatriz convulsa en el pecho ennegrecido que deletree el nombre del agresor. No encontrarla tendida dulcemente sobre la cama, con el sol colándose melifluo por el ventanal. Nadie tiene derecho a matar de amor a alguien y poder enamorarse de su cadáver. Y, naturalmente, el aceite de almendras amargas mancha irreparablemente hasta la porcelana más fina de cualquier taza de té.
El cuarto brillaba con más profundidad, mas no con más fuerza –todo el mundo sabe que la luz literaria se acumula en capas de belleza, no de intensidad- mientras el residente miraba a los ojos a la residente. La luz literaria era, ciertamente, algo mágico.
—Ayer pensaba quitarme la vida —continuó la residente, proclamando, escribiendo y sintiendo el peso de la mirada del residente sobre ella—. Revuelvo mi taza de té y pienso que los años transcurren diferente cuando se ama. No me fijo ya en las cosas, sino en sus ausencias. Una ausencia de besos es una puñalada insoportable. Una ausencia de silencios es una caricia dulce. Hacemos el diagnóstico del amor con base en qué nos falta, en lugar de en qué nos sobra. Y algo que siempre nos falta, por más que haya, es la vida.
La mirada del residente se hizo cada vez más intensa y, a su pesar, decidió interrumpir a la residente.
—¿Todavía, amor? —le dijo viéndola a los ojos, con la única mirada honesta que habían presenciado los muros de la casa con las ventanas de espejo en más de doscientos años.
—Para siempre —respondió la residente a la ligera, sabiendo que el brillo azulado que iba a emanar del folio bajo sus manos cuando estuviera terminado iba a hablar por sí mismo, y confiada en que ninguno de los dos residentes iba a olvidar su contenido en muchos, muchos años.
—Continúa entonces —suplicó el residente, emocionado y consumiéndose con el amor inextinguible e infernal que brota de las cenizas del amor antiguo y apagado cuando se descubre un nuevo tipo de luz.
—Y algo que siempre nos falta, por más que haya, es la vida —repitió la residente, y entre la luz morada pareció que se hablaba a sí misma mientras su mano hacía el facsímil—. Revuelvo mi taza de té y contemplo el frasquito de aceite de almendras amargas. Algo que siempre nos falta, por más que haya, es la vida. Y no querría yo manchar la taza de porcelana irreparablemente. Las almendras amargas son la peor forma de ma…
—Así no, por favor —la interrumpió el residente haciendo un ademán—. Odio las historias cíclicas.