“¡Lo único que le faltaba a esa obertura del demonio era un muerto!”
Por la mañana, el capitán Dorofeyev, del Cuerpo Especial de Guardias, confirmó el reporte de sus subordinados: había un cuerpo despedazado en un baldío de Yakimanka. ¡Triste coincidencia! A unos metros delataba un orbe férreo que el arma homicida era uno de los cañones disparados durante el estreno de Tchaikovsky la noche anterior. Con todo Moscú apiñado al otro lado del río con motivo de la Exhibición y el concierto, buen lugar y momento eligió el infeliz para pasear. Tras ordenar el levantamiento de los restos, y más por un genuino deseo de fastidiar que por deber, fue el capitán en busca del compositor. Lo encontró en el Yar, como esperaba. Bebía un té sin más compañía que sus cavilaciones, una sombra pesimista en sus ojos. Tomó asiento frente a él sin avisar e, indiferente a la sorpresa de su intromisión, le dijo lo ocurrido. Tchaikovsky, quien no gustaba de la Guardia y su afán por husmear en su vida, se limitó a escuchar, cabizbajo. Mas conforme el hombre hablaba, la sonrisa bajo su bigote se borraba para dibujarse, discreta, en labios del músico.
—¿Acaso le parece gracioso? —le reprochó el uniformado.
Por toda respuesta, el compositor colocó un billete sobre la mesa y, como Napoleón, emprendió la retirada. Ya en la puerta se detuvo y, de espaldas al comedor, impuso su voz al cuchicheo:
—¡Es una espléndida ironía, capitán! ¡Lo único que le faltaba a esa obertura del demonio era un muerto! ¡Que tenga buen día!
Con este deseo se echó el sombrero a la cabeza y salió de ahí. Aún en la mesa, Dorofeyev se rascaba la nuca, incierto del motivo de aquella repentina alegría.