El amor, el erotismo, la soledad, la muerte, el papel del poeta en historia de las sociedades antiguas y modernas, la inutilidad materialista de la poesía, son como muchos otros, temas recurrentes en la obra del vate. Tópicos que trascienden no sólo en la consciencia del creador, sino que manifiestan igual importancia en individuos a quienes se les considera como lectores ulteriores.
Sin embargo, existe también una temática distinta y enigmática a la que se recurre como puente de reflexión, y que, vista desde perspectivas heterogéneas, manifiesta el desenfreno permanente en que transita el hombre: La destrucción. Tema que implica entender distintas percepciones, no sólo desde una concepción caliginosa de discrepancias devastadoras y perceptibles a todas luces, sino como una manera de manifestar enmiendas y tribulaciones que aluden a distintas alternativas axiomáticas.
El poeta es un cantor que, al paso de la historia común, ha intentado soliviantar la actitud del ser humano para protestar por las injusticias y el desorden social. Si la convivencia es devastada no quedará relación posible. El poeta instiga al otro, alude al juicio que pueda disipar la incordia que sujeta a los hombres. El poeta expone, a manera de diatriba, sus versos:
Yo me quedo más solo que tu olvido
en la imagen creciente de tus ruinas.
En los versos de Carlos Pellicer se aclara la señal: la soledad adquiere matices extraordinarios porque supera al olvido. Pero ambos se sumen ante la decadencia del hombre. Y, en la medida que caen al pozo de la irracionalidad, la devastación engrandece.
La catástrofe puede ser vista desde perspectivas tan disímiles que, como consecuencia acertada, puede entenderse el porqué la poesía adopta una postura tan enriquecedora. Ya que a través de un lenguaje selecto se entiende la denuncia desde una perspectiva literaria. Y es también agradable concebir cómo la creación literaria no permanece ajena a dicho argumento.
Por el contrario, se alude a la hecatombe como un talante de enorme interés para numerosos literatos.
Por ello, admitir en nuestra conciencia que el ser que se dice “racional” es el artífice de su propia anulación, es un desencuentro donde no existen justificaciones. En todo caso debemos entender, como lo hace Gibrán Khalil Gibrán que:
«Los seres humanos sólo se reúnen para destruir los templos del alma». Esta coexistencia es el contubernio oscuro; la planeación aludiendo a la discordia. La armonía —entre la malsana connivencia— es una simulación, un fingimiento maquinando la desgracia personal, social y universal, no sólo en cuestiones materialistas, sino que, para infortunio de la humanidad, del espíritu. Entonces, ya no es posible la gracia por la que se comparte la estancia en esta vida y sí, por el contrario, se impulsa el horror de transformar a individuos comunes en seres endiosados y aviesos.
La devastación interna abruma —y el corazón manifestándose por medio del amor hace su aparición estruendosa, doliéndose—, el sentimiento por sentirse agredido provoca un caos emocional. El desorden gobierna el espacio mutuo con entresijos contradictorios, promueve el dolor. El cuerpo y la contemplación son un crisol grisáceo soportando la desgracia:
Y pone ante mis ojos, llenos de confusiones, heridas entreabiertas, espantosas visiones…
La destrucción preside este corazón mío.
Baudelaire lo percibió de tal forma que situó el sufrimiento de la mirada y el derrumbe que acontecía, en sus pulsaciones superpuestos a la esencia misma del ser humano: el corazón. Núcleo y adarga ante la confrontación. Y también el centro del escarnio. El poeta no es ajeno al enamoramiento y, por ende, al sometimiento fervoroso provocado por los sentimientos y las contrariedades. Mas aún, promueve el gozo de la agonía permanente. Porque el poeta ama de manera extraña, confusa, y en la mayoría de las ocasiones, ama en la lejanía y el retraimiento. Sin embargo, la interrogante subsiste, ¿Por qué amar para sufrir? ¿El verdadero amor debe estar ligado a la confusión?
Este cúmulo de galimatías anuncia la provocación, el ser humano está condicionado, amar es una privativa emocional, aunque tal acto sea la manifestación de su propia catástrofe. Aun así, no lo evade y, por el contrario, determina el reencuentro con el amparo. El afecto concurre como riada de versos en la voz de José Gorostiza . Así, la problemática de la “otra” es confidencia devastadora:
Tu destrucción se gesta en la codicia
de esta sed, todo tacto, asoladora,
que deshecha, no viva, te atesora
en el nimio caudal de la noticia.
El desgajamiento de las emociones provoca el último aliento en la mujer que se sensibiliza ante el amor prodigado por el poeta. Así, el amor trastorna las sensaciones, provoca angustia, sufrimiento y, en un nivel postrero, la muerte.
Nietzsche asevera que «la creación no se da sin destrucción, para crear hay que destruir». Así, el amor se erige para destruir, y en esta mutilación ambos seres encarnan el abatimiento (suerte de gracia donde no existen los complejos). Este fervor no es el ordinario y pacato sentimiento experimentado por las masas. Es un sentimiento que engrandece delirante y rebasa cualquier prudencia. El amor destruye todo apocamiento, censura, diálogo falaz.
Por ello, la obstinación por destruir es recíproca. Se destruye el oscurantismo para dar luz a dos nuevos seres: condescienden ambos en un plano de fecunda exploración, designada para seres impolutos y disímiles a la muchedumbre.
Pero existe una peculiaridad desde la cual se puede entender que la destrucción determinará un justo castigo. La naturaleza se encuentra vulnerada por individuos superficiales y protervos que, envanecidos por un poder aniquilante, están arruinando nuestro entorno natural. El aire será en algún momento privilegio de unos cuantos. Lo mismo que el agua, la vegetación y el reino animal. Tal conjunto de relaciones supone la protesta y la enunciación altísima del universo vital que está siendo destruido.
El poeta percibe la sumisión del hombre ante el falso tributo que se rinde a sí mismo, e inculpa. El tributo es el endiosamiento que hará del hábitat, oscura caverna. El poema se convierte en imputación contra los excesos del inicuo espécimen llamado “hombre”, el todopoderoso del detrimento que fustiga la devastación del medio ambiente:
Yo te beso
Frente a la destrucción y el aire sucio
te beso.
El poder devastador del hombre infausto circunda al poeta Efraín Bartolomé . Quien, ante el desmoronamiento del hábitat, promueve el beso como un paliativo ante la angustia por sentirse envuelto entre la suciedad del ambiente. El beso prospera lo mismo que la flor entre el arenal. El afecto intenta ejercer su condición libertaria y sanadora ante los embates del “otro poder”, el que esgrime el empequeñecimiento ante la pródiga naturaleza. La que sin ínfulas nos otorga la savia de la vida, el fruto y la tierra de donde emana el alimento.
Sin embargo, el hombre accede a la locura de engrandecerse de forma maquiavélica, no entiende que, al devastar el hábitat, está forjando el viacrucis para las generaciones contemporáneas y venideras. Es decir, se está ante el holocausto ordinario lo mismo que futuro, que ahora es tan incierto, como real es lo que se observa: «Atento al tronar de sus voces ante el fragor de la destrucción». El poeta Whitman anuncia, en quemantes contemplaciones, el fulminante acto que lo está maniatando. Sus palabras son reflejo de lo que sobreviene.
Reitera el dolor de mirar cómo se destruye la presencia del humano mismo, aunado a su queja por ver los espacios naturales hechos cenizas. Sin duda, la destrucción como materia a discernir a través de la poesía, resulta una manera precisa de conmoverse ante lo que será en un futuro próximo, la finitud individual, colectiva y universal. Vista ella desde planos discordantes lo mismo que aterradores y, en no pocos casos, sugiriendo la destrucción afectiva. La que permite, como ha sido su historia, una paradójica posibilidad de amparo.
Sin embargo, es importante entender que, quien nos socava, es el hombre que camina soterrado y permanente a nuestro lado; es quien desciende al abismo y acepta su oscura misión; quien hablándose a sí mismo y mirándose sin pudor parece decirse: Cuya entrada sombría está en ti mismo. El hombre se ha convertido en una entelequia bestial y ofensiva al ostentar un proceder vil y aniquilante. Por eso acepta la diatriba contra sí mismo.
Será deber enhiesto del poeta —todo él ejemplo de probidad — alumbrar el camino, darnos mil y un regocijos para nuestros días nublados ; será acaso su responsabilidad ética seguir el sendero de la contemplación y la creación para penetrarlas con aquel íntimo conocimiento que es el amor intelectual . Y si bien entendemos el desasosiego para crear a través de un tema que podría resultar contrario por antonomasia, le otorgamos potestad de salvación a través del acto escritural.