El lugar de ella en el lecho conyugal estaba vacío. Él inhaló, aliviado. Pero en esa bocanada de aire quedaban todavía los humores a ajo rancio, a flatulencia espesa que parecía quedar estancada, como charco, en el hueco hundido que al otro lado de la cama conservaba la voluminosa silueta de Aldonza.
–¡Alonso! –ofendió sus oídos todavía aletargados aquella voz destemplada, tan distinta al dulce y melodioso canto que arrullaba sus sueños cuando, por darle un nombre, llamaba Dulcinea a la joven que había visto apenas a lo lejos, en la tierra del Toboso.
–¡Aloonso, es hora de ir a trabajar, perezoso!
Y siguió mascullando palabras que el marido no distinguía, pero le eran tan sabidas como el padrenuestro. Bueno para nada, caballero de utilería, siquiera sirvieras para traer un duro a casa, o por lo menos para ayudar un poco con mis quehaceres, en vez de darte esos aires de grandeza cuando ya no nos quedan ni los libros, todo hemos tenido que vender o empeñar y encima le has dado la mitad de nuestros haberes al inútil de tu supuesto escudero.
Recordó cuando por una sonrisa suya se habría batido contra el mismo Rodrigo Díaz de Vivar, descuartizado un ejército de gigantes, apagado el fuego de un dragón.
Al unísono crujieron sus huesos y el esqueleto de la cama, hasta que logró incorporarse, mesándose los escasos cabellos grises. Debo visitar al barbero. El que trató de alertarlo mientras le arreglaba la barba para la ceremonia nupcial. ¿Está seguro, Alonso, de que es una buena idea desposar a esta muchacha? ¿Ha reparado ya en sus groseros modales, en la vulgaridad de su arreglo, intentó acaso hablar con ella de manera seria sobre cualquier cosa? Estuvo a punto de retarlo a duelo por ofender a su dama. Sólo lo detuvo la antigua amistad y aquella fecha: el día más feliz de su vida.
Se vistió y acicaló lo mejor que pudo, no sin echar de menos a Sancho, como cada mañana. También con ganas de tenerlo enfrente y reñirlo, agarrarlo a palos por haber influido en su encuentro con Dulcinea, en la petición de mano; por las cuantiosas alabanzas que le hizo de ella y luego por alejarse y dejarlo en tan triste realidad. Mejor habría sido no librarse de la muerte, cuando milagrosamente venció aquella enfermedad, la única verdadera victoria de sus tiempos de caballero andante.
–¿No me das el beso de los buenos días? –espetó Aldonza, contoneando su enorme humanidad frente a él.
Quijano desvió el beso hacia la mejilla, para evitar esa boca que albergaba las ruinas negras y malolientes de la imaginada hilera de perlas que sería el deleite para su castellana lengua.
–¿Café? –dulcificó el tono.
–No, gracias, he quedado de ver temprano a Carrasco, llevará mis manuscritos a la ciudad, a casa del editor.
Tomó del escritorio unas hojas y salió de prisa.
Fue directamente a la iglesia en busca de su amigo el cura. Quería confesarse; había mentido. Las páginas de la tercera parte del Quijote, la otra historia, escrita de puño y letra del protagonista, donde había planeado vaciar las memorias de la felicidad lograda, lo que constituiría el himno gozoso a la felicidad conyugal, expresarían el éxtasis alcanzado gracias a la convivencia con la musa, plasmarían con elegancia la voluptuosidad del amor posible…todas esas hojas estaban en blanco.