Micaela

Cuando una leve claridad anunciaba la inminencia de un nuevo día, Micaela inició el ascenso.

Doña Mica se las arreglaba bien para escuchar las conversaciones de los hombres mientras palmeaba la masa que, bien plana y redondita, iba colocando sobre el anafre. El aroma de las tortillas al cocerse se mezclaba con el del arroz, el guisado de pollo con nopales y los frijoles que hervían al lado, en tres cazuelas.

-Aquí tiene, güerito –dijo acercándose al jefe de la expedición y puso frente a él, en el tablón que servía de mesa, un plato de barro con un poco de cada uno de aquellos alimentos, además de un tortillero de palma—. ¿Les sirvo de todo? –agregó dirigiéndose al hombre, vestido con un traje de lino estilo safari, que visitaba el sitio rodeado de una comitiva de cinco personas.

–No, muchas gracias –dijo el funcionario que encabezaba el grupo—, almorcé hace poco—. Sus acompañantes, con visible desilusión, declinaron también los apetitosos platillos con un ademán y aceptaron solamente un jarro con agua de jamaica.

–Quién dijera que los gringuitos le hacen más fiesta a nuestra comida que la gente de aquí –masculló Micaela entre dientes. Y pensar que no van a salir bien librados de ésta, ya entendí las señales allá en la cueva, meditó la encargada de alimentar a aquel equipo de arqueólogos que acababa de descubrir los restos de una pirámide.

Nadie sabía qué era más viejo, si los picos del cerro del Ajusco o la familia de Micaela habitando el pueblo de Santo Tomás y heredando el arte milenario de contentar a los dioses y santos;  el saber de mantenerlos en buenos términos para que la tierra reciba lluvia, el viento no arrecie más de lo necesario y a los cerros no se les alborote el fuego que guardan dentro. Todo eso para tener suficientes granos, para que ni gente ni animales peligren por el mal tiempo y no se repita la furia del dios más anciano, el del fuego, y vaya a quemar y cubrir su entorno de nuevo, como quién sabe cuántos años atrás.

Byron Cummings engulló un par de bocados antes de conducir a Gamio y su comitiva a recorrer el área de excavaciones. Alborozado, mostró a los funcionarios mexicanos la estructura curva que, bien barrida y enmarcada por hilos atados a estacas, constituía el tesoro, el mayor logro al que un arqueólogo aspira durante su vida.

–¡Mire esto! –se dirigió a Manuel Gamio—. ¡Una pirámide circular, única en el mundo! Es decir, una civilización avanzadísima cuya impronta fue cubierta por lava, por la erupción del Xitle.

–¡Es extraordinario! –exclamó el mexicano—. ¡Sabía que hallaríamos algo!, justo en San Cuicuilco, como le llaman los lugareños, nombre que, por cierto, me parece un sinsentido lleno de folclorismo.

–Y no creerá si le cuento de dónde sacaron fuerza los trabajadores para romper estas rocas… Hace unos días, en la madrugada, una luz muy brillante, quizás un meteorito, pareció detenerse justo encima de este sitio, donde literalmente danzó en círculos antes de retomar su camino y desaparecer tras el cerro de Zacatépetl. Los trabajadores comenzaron a gritar que era la señal de que aquí había un tesoro escondido y cavaron con ahínco los siguientes días hasta que apareció esto. Un tesoro, en verdad; marcará un hito en el conocimiento del pasado americano.

Me he comunicado ya con mister George Hyde para pedirle su ayuda en el fechamiento de estos vestigios para comprobar lo que yo me atrevo a pensar: se trata de una cultura antiquísima, la roca volcánica no tiene menos de 6,000 años.

Gamio alzó las cejas y tragó saliva. Lo que estaba diciendo su colega norteamericano, amén de resultar un tanto supersticioso y propio de charlatanes, podría revolucionar la ciencia, echaría abajo la creencia universal de que las culturas mesoamericanas eran muy jóvenes en comparación con las grandes civilizaciones de la antigüedad: China, Egipto, Mesopotamia… Se trataba de una afirmación peligrosa que, para colmo, restaría importancia a su reciente libro, La población del Valle de Teotihuacán, el cual lo tenía en el pedestal ante los ojos del gobierno y le había valido la aprobación de presupuesto para continuar con excavaciones allá, en la ciudad de los dioses. Encima, el gringo se llevaría las palmas. Mientras meditaba esto, se dejó conducir por el Dean de la Universidad de Arizona a la carpa donde, sobre un tablón, uno de los estudiantes sacudía con una brocha las piezas recién halladas, para pasárselas a su compañero, encargado de asignarles número, fotografiarlas y registrarlas, con una breve descripción. La vista de las figurillas le produjo un estremecimiento. Parecían hablar, gritar acerca del conocimiento de los hombres que las fabricaron y su respeto hacia el dios del fuego, representado en varias de ellas. Fascinado, Cummings tomó la más grande y completa entre sus manos cuidadosas para acercarla a su colega.

–Mire, la erupción respetó a quien la provocó –afirmó, admirando al ídolo intacto.

Sumido en sus cavilaciones, Gamio veía sin mirar la profusión de restos de cerámica y figurillas, muchas de ellas femeninas, con singulares tocados en forma de coronas de flores y hasta de cascos. Embriagado por el entusiasmo, el norteamericano no reparó en la extrañamente seca reacción de su colega.

Esa tarde, al volver a su casa en Santo Tomás, doña Mica se preparó en secreto: subiría antes del amanecer al Ehecacalco, en lo alto de la montaña. Debía ingresar a la gruta, comunicarse con el Dueño del monte, el Señor de los animales. Mientras ponía en un atado su incensario, algunos puñados de copal y cinco hongos secos envueltos en servilletas para no tocarlos directamente, pensaba en el gringuito, como llamaba a Byron Cummings, a quien había tomado cariño. Yo siento que algo anda mal allá abajo, se decía, clarito le vi en la cara a ese don Manuel que algo no le cuadraba; sus felicitaciones escondían un montón de envidia.

Cuando una leve claridad anunciaba la inminencia de un nuevo día, Micaela inició el ascenso. A pesar de su edad, sus extremidades respondían sin asomo de dolor al mandato de aquel espíritu recio, forjado a base de trabajo físico, curtido por el aire frío de la montaña y vivificado con la profunda certeza de ser depositario de lo más sagrado entre su gente: el entendimiento de las fuerzas de la naturaleza.

Llegó a la gruta cuando la mañana vestía al bosque con todos sus colores. Se cercioró de que ningún excursionista rondara por ahí y descubriese la entrada al sitio sagrado. Retiró las ramas con que ella misma cubriera la entrada a la cueva hacía algunas semanas, después de hacer la cura del aire y la petición de las lluvias. Una vez dentro, esperó unos momentos para que sus ojos se habituaran a la oscuridad. Cada vez le tomaba más tiempo, ya esos ojos se habían cansado de ver hacia fuera y preferían enfocarse dentro de su mente. Pero no necesitaba ver para saber dónde exactamente se encontraba el dios de piedra, el Tláloc a quien dejara su ofrenda. También localizaba a ciegas el Cuartillo, la piedra labrada con mazorcas que servía de base a la casita de la Señora del maíz, cuya puerta estaba bien dirigida en dirección de Santo Tomás, su pueblo, para que mandara buena cosecha ese año. Micaela ya se saboreaba los granos gordos que comería tiernos, bien chilositos, tres meses más adelante.

Cuando sus ojos respondieron, abrió su atado. Sacó el incensario y encendió el copal. Luego se sentó y comenzó a canturrear como le enseñara su abuela. Alternaba esos cánticos en la lengua antigua con la letanía mariana y la oración a Santo Tomás, patrono de su pueblo. Repitió una y otra vez sus rezos hasta que su ánimo estuvo listo. Entonces desenvolvió los hongos. Tomó uno de ellos y le dio una mordida. Masticó lentamente y siguió orando. Añadió el ruego a la Santísima Trinidad para que su viaje tuviera regreso.

El león y la serpiente, dominados por ella el día de su iniciación, muchos años atrás, se presentaron para escoltarla a través de la puerta invisible que conduce a la morada de los antiguos dioses. Allá la esperaba el Dueño del monte, quien respondería sus cuestionamientos. Para abrirla sería necesario comer un pequeño bocado de nicoaninanacatl, el otro hongo. Si ingería un milímetro de más, no volvería. Mordió con cuidado. El león dio un enorme rugido, la serpiente se incorporó y una roca se movió, dejando un túnel al descubierto. Micaela escuchó la voz ronca, imperativa, que provenía de las entrañas del Ajusco, el Axochco, donde brota el agua.

–¿Qué quieres saber? –preguntó el poderoso.

–El futuro del gringo, el señor Cummings… ¿revelará la historia de nuestros antepasados? ¿Vendrán de todo el mundo a hurgar los secretos de estas montañas?

–Te dejaré ver algo del pasado y del futuro; las conclusiones serán tuyas.

La adivina sintió que todo giraba a gran velocidad. Como pudo, se asió a las rocas. Entonces comenzaron las escenas. Allá abajo, en San Cuicuilco, había una gran fiesta. Al ritmo de tambores, caracolas, flautas y cascabeles cantaba un coro enorme, mientras decenas de danzantes subían y bajaban el camino en espiral que rodeaba la estructura circular… la misma que ahora desenterraban los gringos. En la explanada superior ardían incensarios llenos de copal. Sobre un altar, una enorme escultura representando a Huehuetéotl recibía, inmutable, las muestras de adoración mezclada con temor de aquel pueblo. De pronto se hizo un enorme silencio, sólo interrumpido por los sollozos ahogados del guerrero sostenido por las cuatro extremidades sobre la piedra de los sacrificios. El sacerdote principal levantó el brazo; en su mano brilló, reflejando los rayos solares, un puñal de obsidiana. El grito ritual del verdugo pareció un murmullo, opacado por el rugido de la tierra. Un temblor violento hizo tambalear a aquella gente que comenzó a correr, despavorida, hacia sus casas a recoger algunas pertenencias para huir a toda prisa. En el horizonte se alzó una columna de fuego que se precipitó montaña abajo, en un enorme río de lava que arrasaba con cuanto hallaba a su paso. A la terrible escena siguió un panorama negro: un paraje rocoso donde no crecía ni la hierba, sobre las rocas tibias el cielo gris, mezcla de humo, polvo y vapor, impedía el paso de los rayos solares.

–Ese pueblo creía tener bajo su control a la naturaleza; arrogantes, los cuicuilcas pensaron que sus ritos infantiles mantendrían a su favor nuestro poder. Tuve que dejar que saliera el fuego de mis entrañas a través de mi xititl.

Micaela se sintió lanzada a través de aquel túnel subterráneo. Cuando se detuvo, nuevas escenas se sucedieron frente a ella.

Vio cómo dinamitaban la roca alrededor de San Cuicuilco, destruyendo los vestigios que rodeaban la llamada pirámide circular. En imágenes vertiginosas, se erigían monumentos, vialidades, edificios con cientos de viviendas… testificó la destrucción del observatorio astronómico de los cuicuilcas, un ingenioso espejo de agua que servía para convertir a dos dimensiones la bóveda celeste y poder estudiarla. Sobre ese pavimento se alzó un conjunto comercial. Tuvo ante su mirada el abandono de la pirámide, al lado de una vía por donde los vehículos transitaban a gran velocidad; el pequeño museo, triste y olvidado. Nada daba señales de que aquellos hallazgos hubiesen trascendido.

–¿Y el señor Byron? –se atrevió a preguntar.

Entonces pudo verlo: viajaba de regreso a su país. Llevaba gran cantidad de equipaje que contenía evidencias de su reciente hallazgo. Al llegar a su destino, quiso recuperar sus maletas y paquetes: habían desaparecido. Pasó horas sin moverse de aquella estación, a la que regresó cada día durante semanas en busca de sus tesoros. Ni una huella, ni una pista, sólo le quedaron unas cuantas fotografías y su libreta de apuntes, lo que llevaba en el portafolios y en su memoria.

Micaela vio de nuevo a Cummings en otra imagen: muy anciano, con el rostro sereno, rodeado de jóvenes estudiantes que lo miraban con admiración y respeto.

Ruido de pasos y voces en la cueva la hicieron volver del profundo sueño. Asustada, se ocultó tras una roca.

–¡Aquí está, el famoso Cuartillo! –dijo uno de ellos.

–Sí, padre, éste es –le contestó otra voz.

–Entren por él –ordenó el sacerdote—. Sacaremos esto de aquí para acabar con los ritos diabólicos; pondremos la piedra en el atrio de la iglesia, entre los muertos. No más peticiones a los dioses paganos, para eso están los santos allá en nuestro templo. Se acabaron la diosa del maíz, el señor del monte y sus dioses de la lluvia.

Por horas se escuchó mucho movimiento: picos, palas cadenas y motores. Después de salir, taparon con rocas la entrada de la cueva. Cuando volvió el silencio, Micaela supo que estaba perdida: era prácticamente imposible salir de allí… ¡y para qué!, se dijo. Al palpar a su alrededor sintió los hongos. Me iré de nuevo y no volveré jamás, pensó mientras se llevaba a la boca el resto del nicaninanacatl.

Compartir:

Acerca de Bertha Balestra:

Descubre otras columnas:

Fany Ochoa

Un poema para empezar

Me di cuenta que lo que en un inicio me parecía complicado porque no me lo ofrecían, era realmente fácil.