Más fuerte que la historia

Ciertamente fui Hueytlatoani Colimotl por derecho, por ser el mejor entre los guerreros de mi pueblo.

Miro esa estatua de piedra que, se supone, es mi imagen… Bueno, no son exactas mis facciones, exageraron mi musculatura tanto, que si así hubiera sido, me habría resultado difícil correr y saltar entre la maleza como un cervatillo, me digo. Sin embargo, agradezco que hagan honor a mi recuerdo, retando a los dichosos expertos que dudan de mi existencia solo porque sus tlacuilos españoles no dieron cuenta de qué fue de mí después de la infame y sangrienta batalla… aquel funesto día en que los intrusos, con sus armas de trueno, se adueñaron de nuestro territorio, de casas y sembradíos, destruyeron los templos en que rendíamos tributo a nuestros dioses, al del agua, cuyo espíritu habita aún el gran volcán, el que nunca pierde la serenidad ni la blanca cabeza, y el del fuego, con quien comparto morada aquí, dentro del volcán hirviente.

Ciertamente fui Hueytlatoani Colimotl por derecho, por ser el mejor entre los guerreros de mi pueblo. No solo defendí con inteligencia y bravura nuestros dominios de los embates purépechas, sino que gané para nuestro reino nuevas extensiones, fértiles por ser cercanas al río, y por recibir de tiempo en tiempo las cenizas de esta montaña, muy buenas para la tierra.

Siguieron a esa guerra muchas lunas felices… Los tecos hacíamos sonreír, desde su cielo invisible, a nuestros tecolli, nuestros abuelos y los abuelos de ellos, los que llegaron por el mar y se establecieron en el poblado que hoy llamamos Tecoman. Generación tras generación habían avanzado tierra adentro, siguiendo el río, en busca de lugares menos expuestos al voluble mar, sitios donde Ehécatl pasara sin enojo y la tierra menos salada permitiera buenas mazorcas.

Aquella bonanza atraía a los purépechas, que asolaban nuestras poblaciones, hasta que los vencí e hice que pensaran tres veces antes de intentarlo de nuevo. Pudimos dedicarnos a engrandecer nuestras ciudades; el bienestar se percibía en el aroma de flores y sabrosos platillos, en el brillo de los adornos, en las risas de niños y mujeres, en los nocturnos jadeos de las parejas.

Mas poco nos duró el contento. Un día vinieron mis vigías a darme las terribles noticias: guerreros de un pueblo desconocido, los que antes derrotaron al Hueytlatoani Motecuzoma, se habían apoderado de las tierras allende la gran laguna y del reino purépecha. Nuestros antiguos enemigos, todavía humillados por el recuerdo de mis victorias, les abrieron las puertas y se rindieron sin pelear, no sin antes darles noticias de nuestra grandeza.

A pesar de su servilismo, al tlatoani purépecha lo habían torturado y matado como a la peor de las alimañas, empeñados en obtener informes sobre el origen del oro que, según mis informantes, era su mayor interés. Acompañaban tan terribles nuevas con detalles acerca de la crueldad de esos hombres: que ataban con lazos de metal ajustados al cuello a quienes de buena fe les habían abierto sus casas, delante de los hombres y los niños violaban a las mujeres, aun a las preñadas o recién paridas para luego obligarlas a servirlos y, cuando se cansaban de ellas, las mataban a palos. A los hombres también los forzaban a hacer trabajos pesados y si se quejaban, los echaban a ser devorados por una especie de coyotes que traían consigo o los arrastraban sus venados sin cuernos hasta morir despellejados. A los pipiltzin les quemaban los pies, untándolos primero con grasa, para que dijeran dónde hallar más oro y plata. Luego los ahorcaban.

A tan terribles relatos acompañaba el anuncio de que ya venía un grupo en busca de nuestro reino: querían hallar la costa, hacerse de nuestra sal y cumplir su eterno sueño: encontrar mucho oro. Aunque también les interesaban, según me dijeron, unas rocas de las duras, pues de esas sacaban metal para hacer sus tubos de fuego, además de las piedras olorosas que tiene el volcán en su interior. Al saber todo esto me enfurecí. Preparé a mis hombres más bravos para darles el recibimiento que merecían.

Primero a uno y después a otro, derrotamos a dos de sus ejércitos. Les salimos al paso, bien ocultos entre la maleza, antes de que lo esperaran, todavía lejos de nuestra ciudad. Nos apoderamos de sus cabezas para empequeñecerlas según la usanza de nuestros antepasados. Así, al verlos reducidos a un adornos para nuestras armas, nos envalentonábamos aún más. Dejamos algunas de esas cabezas, clavadas en palos largos, en los caminos por donde habían llegado. Era una advertencia a futuros intrusos.

Pero cuando ya bajábamos la guardia, llegado el tiempo en que los hombres se dedicaban a recoger la sal, por la costa Norte apareció un ejército más numeroso y organizado que los anteriores. Quisimos agruparnos para dar batalla, pero ya estaban a las puertas de Caxitlan. Disparaban sus armas de trueno, echaban abajo casas y templos, mataban sin distinción hombres, mujeres, niños y ancianos… todo estaba perdido.

Los sacerdotes me convencieron:

–Sólo el dios del fuego que habita dentro del volcán puede salvarnos –aseguraron—. Toma contigo a todas las mujeres que puedas, especialmente a las preñadas y a las jóvenes aptas para la maternidad y entren por las grutas sagradas a la morada del dios. Que les dé un refugio seguro y se encargue de mostrarles a los invasores de qué lado está, cómo protege a su pueblo. Mientras tanto, nosotros oraremos también a Tláloc.

Dudé por un rato. Confundido, encendí un fuego que iluminara mi mente. Tuve que darles la razón: ya nada podía hacer por mi ciudad ni por mis guerreros; no me quedaba más que intentar lo que decían y ponerme en manos de las fuerzas superiores, además de apostar a un nuevo comienzo para nuestra raza.

Aprovechamos la oscuridad, cuando los españoles tomaban un descanso, para salir furtivamente y alcanzar la entrada de la gruta. En el interior encontré una galería, con agua cristalina, donde pudieron instalarse las mujeres. Allí las dejé y me interné más y más en busca del dios para pedir ayuda, sin darme cuenta que desde ese momento, el tiempo no transcurría de la misma manera dentro que fuera de la tierra.

Por fin pude escuchar su respuesta:

–Para poner mi poder al servicio de tu raza necesito que te hagas uno conmigo, Coliman. Serán tu rabia y tu coraje los alimentos para desatar mi fuerza.

Accedí, por supuesto. Ahora el volcán y yo somos uno. Su poder se muestra con fuerza cuando afuera los abusos en contra de mi gente encienden mi cólera infinita. No hallaremos sosiego, como nuestro vecino, mientras exista quien explote, lastime, abuse de los descendientes de aquellos tecolli que, siglos atrás, creyeron haber hallado un lugar donde establecerse para vivir en paz.

Bien hicieron en escribir allí, bajo mi imagen, que crean en mi existencia o no, soy más fuerte que la historia.

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