Con un ademán apenas perceptible, el rey dio la orden muda. De inmediato, cuidándose bien de no hacer ruido, el sirviente tomó una piedra del brasero y la sumergió en la tina donde el tlatoani de Texcoco se relajaba después de una noche de atormentadoras pesadillas; así retomaba la serenidad necesaria para conducir los destinos de los cuarenta y cuatro reinos que gobernaba bajo sus estrictas leyes. El súbdito repitió la operación varias veces, hasta que el agua alcanzó la temperatura deseada por el soberano, quien nunca entraba en un temazcalli, como todos los nobles, pues temía ser emboscado. Así había atrapado él a su antiguo enemigo, Maxtla. Por eso y por el placer que le causaba mirar desde la altura del Tetzcotzingo el valle y el lago, había construido aquellos espléndidos baños a cielo abierto.
El tlatoani Nezahulacoyotzin cerró los ojos. La pesadilla no lo abandonaba. Solo venimos a soñar aquí en la tierra… Ahí estaba él, trepado en la copa de un gran árbol, aferrado a una rama, mirando cómo los guerreros del usurpador rodeaban a su padre, después de vencer a los fieles texcocanos que intentaban protegerlo. Daban aterradores gritos mientras descargaban sobre él los garrotes provistos de navajas. El rey Ixtlixóchitl, su padre, era fuerte y robusto, pero no tenía ya la agilidad suficiente para esquivar aquellos golpes que terminaron derribándolo. En el suelo, le clavaron lanzas y cuchillos; lo despojaron de las insignias reales; deshonrado y sangrante, mutilaron su cuerpo hasta dejarlo irreconocible.
En cuanto se fueron, llevando consigo los pedazos del difunto como prueba de su hazaña, el joven príncipe comenzó a llorar, a dar grandes aullidos. Lamentos de coyote que lo despertaban cada vez que la recurrente pesadilla turbaba sus noches. Esas visiones y el mismo dolor, todavía desgarrante, le mantuvieron vivo durante los años de huída, exilio, establecimiento de alianzas, planes y entrenamiento que le permitieron recuperar su trono como se lo encomendara su progenitor antes de tratar de romper el sitio, quizás presintiendo su fin. Había podido vengar, matando a Maxtla con sus propias manos, el cruel asesinato que revivía tantas noches. La sangre del corazón enemigo latiendo en su mano, fuera del cuerpo abierto, no había bastado; el dolor seguía vivo, el horror no lo abandonaba… Por eso me aflijo/ yo soy desdichado/ he quedado abandonado al lado de la gente aquí en la tierra.
Abrió los párpados para deshacerse de la visión. Contempló el paisaje. Era un día claro que le permitía mirar, del otro lado de la laguna, parte del acueducto que había ayudado a construir a Moctezuma, así como el bosque del Chapultepetl, cuyos ahuehuetes sembrase con sus propias manos en señal de gratitud por haber sido hospedado y protegido por sus reales parientes en Tenochtitlan, mientras fraguaba el regreso triunfal a Texcoco. Habéis hecho una pintura del agua celeste/ la tierra del Anáhuac habéis matizado.
Desde hacía algunos días, una nueva imagen se apoderaba de los ensueños del monarca y disipaba los sangrientos recuerdos, llenando de flores su corazón: era el rostro de una mujer joven, bella como no había visto ninguna, peinada de forma extraña. Por momentos era tan real que parecía sonreírle invitadora; exacerbaba el deseo de su carne en tal forma que había llamado cada noche a una de sus concubinas. Sin embargo, no quedaba saciado.
Pidió la manta para secarse. Lo cubrieron con sus ricos ropajes. Iría al Calmecac a consultar con Huitzilihuitl, el que nunca se equivocaba, sobre el significado de la visión.
Un mensajero corrió al centro de estudios a anunciar su llegada. El maestro de tlacuilos extendió frente a él un amate.
–Píntala aquí –le indicó, a la vez respetuoso y dueño de la autoridad propia del más sabio.
Nezahualcóyotl se esforzó por plasmar la belleza que ocupaba su mente en un dibujo. Se tomó tiempo para detallar el peinado: el cabello trenzado, entrelazado con flores y plumas, formando una corona, de una forma que nunca había visto.
–Algo tan real no requiere descifrar secretos. El Señor del Cerca y el Lejos, el que todo lo conoce, te ordena buscar a esa joven y desposarla. Es tiempo ya de que tomes esposa legítima; el enorme reino que has pacificado no tiene aún un príncipe heredero.
–¿Dónde puedo encontrarla? –preguntó el señor de Texcoco.
–Indaga entre las mujeres, muéstrales este papel pintado –respondió el maestro y enrolló el retrato, atándolo con una cinta.
De vuelta en su palacio, el rey mandó llamar a su hermana Azcuentzin.
–¿Conoces a esta mujer? –cuestionó abriendo frente a ella el papel de amate.
La princesa no respondió de inmediato. Miró largamente la imagen que su hermano le mostraba. Por su expresión, sabía que la respuesta era importante.
–No lo creo –dijo al fin—. Pero sé quién es la única capaz de hacer un peinado como éste: Citlalli, la vieja de Texmelucan.
–Que la hagan venir ahora mismo –ordenó el tlatoani.
A los reales hermanos la espera les pareció eterna, a pesar de las viandas, la música y los temas familiares que ocuparon su tiempo mientras llegaba la artista del cabello, como se conocía entre las nobles a Citlalli.
Sorprendida, a la vez llena de alborozo mal oculto y miedo menos escondido, la vieja macehual entró al recinto con la cabeza baja, en señal de respeto.
–Acércate y mira este papel pintado –ordenó Nezahualcóyotl.
–No temas –agregó Azcuentzin -mi hermano agradecerá tus servicios.
La peinadora no ocultó el avaricioso brillo en la mirada, que se clavó de inmediato en el retrato.
–Es Azcalxochitzin, recién desposada con Cuacuaytzin, señor de Tepexpan –dijo sin dudar.
–¿Cómo estás tan segura? –quiso saber el tlatoani.
–Señor, yo le hice ese peinado para su desposorio, hace apenas dos semanas. Lo diseñé especialmente para ella, nadie más lo ha usado hasta ahora.
A Nezahualcóyotl, poder nombrar a su sueño con aquel apelativo dulce, que sonaba a flores, le provocó fuertes latidos; saber que ese ser mágico era real, le enchinaba la piel. Que la había desposado uno de sus aliados, le pesaba como una gran piedra de sacrificio.
-Vete y olvida que hemos tenido esta conversación –le ordenó.
Pensativo, el monarca texcocano lamentó su suerte: he encontrado, según parece, a la mujer que, entre todas las que he poseído, es la única capaz de alegrar mi espíritu sombrío… Pero, ¿es acaso tarde? Pertenece a otro hombre, a un noble, el joven Cuacuaytzin, a quien recuerdo claramente por su valentía y su lealtad. Y he sido yo mismo quien dictó la pena de muerte a los adúlteros; no hay forma de pasar por alto esa ley. Que tu corazón se enderece –discutía en su interior. Sin embargo, ¿no ha interpretado Huitzilihuitl mis sueños como un mandato de Tloque Nahuaque?
-Azcuentzin –llamó a la hermana—, haz que yo la vea entre otras doncellas parecidas, sin indicarme quién es, para estar seguro de reconocerla.
La princesa accedió, como siempre que estaba en su mano complacer a su amado Nezahualcóyotl. Invitó a un buen número de jóvenes de la nobleza a disfrutar un día de campo, comenzando por un baño de hierbas, en la gran tina real del Tetzcotzingo. La primavera había llenado de flores el cerro y el viento tibio mezclaba con tino los aromas de las diversas especies que allí se cultivaban. El rey se ocultó en una cueva, para verlas sin que se turbasen.
La hermana del soberano cumplió bien su encargo. La rodeaban diez jóvenes tan parecidas entre sí, que podrían haber sido hermanas. La misma edad y estatura, cabellos similares, hermosos cuerpos que fueron desnudando en movimientos iguales, como si fuese una danza aprendida y ensayada muchas veces. Todas reían, naturales, ajenas al escrutinio de su monarca. Todas, excepto una, ruborizada como si se supiese observada por hombre extraño.
Nezahualcóyotl estuvo seguro: se trataba de ella, la joven de sus sueños, la que debería ser, según los designios del Dador de la Vida, quien engendrase a su heredero. A la vista de esa piel que marcaba la frontera entre la perfección y el resto del mundo, de esas mejillas sonrojadas por el llamado del destino, el rey justo fraguó un plan para deshacerse del obstáculo de su felicidad: Cuacuaytzin encabezaría un destacamento militar condenado al fracaso, que pelearía contra guerreros invencibles, armados con saetas envenenadas. La muerte del noble joven sería rápida y honrosa. Para fortalecer su decisión permaneció allí, disfrutando del espectáculo. Con flores escribes, Dador de la Vida…
*****
A la mañana siguiente, en Tepexpan, Cuacuaytzin contaba a su esposa:
–Soñé que caigo en una batalla y que, agonizante, reconozco tras la mano que me ha infringido el golpe mortal a nuestro señor Nezahualcóyotl.
–Seguramente los espíritus de la risa están jugando con los sueños –dijo Azcalxochitzin para tranquilizar a su marido y no contar que ella también soñara el rostro del monarca y casi sintiera sobre ella sus manos y su aliento.
En Texcoco, muy temprano, el rey, que había dormido poco, llamaba a su hombre de más confianza para encomendarle una misión secretísima.
Y en el Calmecac, Huitzilihuitl pintaba los presagios funestos que lo habían acosado toda la noche.