Asesinos de libros

Mi cerebro intentaba ahora como mecanismo de defensa negar mi nuevo descubrimiento.

El amor que tengo por la literatura inició como idolatría al libro físico. El placer que me producía oler un libro nuevo, admirar sus páginas perfectas y sus palabras nuevas es algo que me acompaña hasta la fecha. Me quedé por las palabras, sí, pero la atracción a la historia era ya una misma con mi necesidad de venerar al objeto y mantenerlo prístino. Mi cuidadosamente construida biblioteca me abrazaba y me daba paz, de la misma forma que la jardinería o el ejercicio a otros.

Pero esta historia inicia hace algunos días con un tweet del escritor británico Alex Christofi. En dicho tweet, el escritor contaba que un colega suyo le había llamado “asesino de libros” porque suele cortar libros muy extensos a la mitad para hacerlos más fáciles de cargar. La publicación incluía una fotografía en la que se observa La Broma Infinita de David Foster Wallace, Middlesex de Jeffrey Eugenides y un tomo de Dostoyevsky, literalmente cortados sagitalmente, con una portada improvisada de cartón para la mitad “de abajo”. Evidentemente, coincidí con el horror de su colega.

Mientras leía las respuestas, sin embargo, un pensamiento cruzó por mi mente y me obligó a detenerme un momento para analizar la situación. ¿Por qué me parece tan terrible que se maltrate el libro físico, si lo que importa es su contenido? Supe en ese momento que mi puritanismo no estaba relacionado con una necesidad de cuidar lo que nos pertenece, sino con pretensión.

Mi cerebro intentaba ahora como mecanismo de defensa negar mi nuevo descubrimiento. Mi nuevo descubrimiento de que en realidad yo era una snob de los libros era innegable. La lectura se volvió parte de mi identidad desde muy pequeña, y creo que quizás ahí esté la razón por la que, con el tiempo, la deidad del libro físico me atormenta. Por muchos años no leí libros digitales o escuché un audiolibro por esa misma razón, y cuando lo hice fue sólo con libros que no estaba segura valdrían la pena. Esto no sólo me llevó a acumular pilas de libros sin terminar porque no podía transportarlos fácilmente, también a no leer libros que me interesaban porque no podía conseguirlos en físico. Prefería formar un vínculo emocional con un montón de hojas y tinta, que apreciar el alma del libro.

Hubo un tiempo, sin embargo, en el que mis libros más queridos lo demostraban en su apariencia, porque los llevaba a todos lados y por consiguiente se ensuciaban, se les caían hojas, comía con ellos, lloraba sobre ellos, los ponía debajo de mi almohada para dormir y hasta les escribía en la portada la fecha en que los había iniciado. Unos pocos de ellos se partían a la mitad por sí solos, después de que su espina se rompiera y tenía que intentar pegarlos de nuevo con cinta adhesiva.

Ahora, me rodeo de libros perfectamente cuidados pero que no me permito disfrutar como podría. Abraham Lincoln dijo alguna vez, inteligentemente: “Tan pronto como descubra que mis opiniones son erróneas, estaré listo para renunciar a ellas.”; y en eso estoy, aunque me tomó tiempo entender. Porque la única forma real de asesinar un libro es no leerlo.

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