Se me terminó la gracia

Esa noche, después de la cena, había salido sin dar explicaciones.

¡Pobre Juárez!, musitó Margarita cuando oyó los tres discretos golpes en la aldaba, con los que el presidente de la República pedía al portero franquearle la entrada de servicio. Nadie conocía al abogado como esa mujer menuda a quien había desposado siendo una niña, casi treinta años atrás. Sé a dónde vas a desahogar el cuerpo, Benito, con la esperanza de dejar entre las piernas de una mujerzuela la pesadumbre y los problemas que aquejan tu espíritu. Los inevitables celos aceleraron los latidos de su corazón; el bombeo incrementó la hemorragia. Lo siento, Beno, la vida se me sale por donde antes entraron las semillas de nuestros hijos, de ese puñado de retoños que se quedarán solo contigo.

Oyó los pasos de su marido, cada vez más cercanos; temió que tuviese la desfachatez de ir a tenderse a su lado, todavía con aroma de burdel. El recién llegado entreabrió la puerta y acercó el oído, tratando de percibir el ritmo de la respiración de la enferma, cerciorarse de que dormía. Margarita le dio gusto: fingió inhalaciones profundas, exhalaciones largas. Siempre te he dado gusto, viejo, he hecho justamente lo que esperabas de mí en cada momento de la historia que está por concluir. Benito volvió a cerrar la puerta, suavemente; sus pasos se alejaron.

La esposa aguardó hasta que los ronquidos del presidente traspasaron el muro que separaba las dos habitaciones de la casa de descanso de la familia Juárez, en San Cosme. Prefería habitar ahí que en el elegante castillo de Chapultepec, donde siempre se sentía incómoda, ajena. Odiaba los mármoles traídos de Europa para Carlota y Maximiliano, los pretensiosos jardines. La entristecía esa atmósfera artificial; le dolía comprobar que a su esposo, paladín de la austeridad, le resultara tan natural adueñarse de la lujosa mansión. Cuando supo que la muerte la rondaba, se trasladó a San Cosme. Incapaz de disuadirla, de convencerla de la frescura del aire de Chapultepec, Benito la siguió a regañadientes. Al primer mandatario le hacía falta un espacio más amplio, donde el aliento denso de la fatalidad se dispersara.

Esa noche, después de la cena, había salido sin dar explicaciones. Los ronquidos continuaron. Margarita se levantó para cambiar la toalla, empapada en la sangre oscura que ya no contenía su matriz. Apenas tuvo fuerza para volver a la cama. Falta poco, me debilito por momentos. Se hundía en el lecho. La techumbre giraba sobre su cabeza, poblada de imágenes, recuerdos que aparecían, vívidos, para desintegrarse instantes después. Se vio con las trenzas rubias atadas sobre la cabeza con cordones de lana roja, iguales a los de la muñeca que colgaba de su mano; entraba en la cocina de Oaxaca en busca de un pedazo de piloncillo y se topó allí con un joven morenísimo, como de chocolate, con la cara más seria que había visto en su corta vida. Es mi hermano Benito, estudia para ser cura, le dijo Josefa, la cocinera. Él hizo una mueca que intentó ser sonrisa y ella sólo pudo ver que tenía una cicatriz muy fea en el labio superior, una abertura que al sonreír se hacía más grande y dejaba al descubierto parte de la dentadura. ¡Qué blanquita!, alcanzó a oírlo exclamar cuando el muchacho creyó que ella ya estaba en el patio.

Siempre te fascinó mi piel blanca, Beno: ponías tu mano junto a la mía cuando éramos novios; tu pierna al lado de la mía después de poseerme, en los primeros años de nuestro matrimonio. Lamentaste que nuestros hijos salieran morenos como tú. Todos menos Toñito, tu consentido, que se nos fue en la tierra de los blancos sin que pudieras darle el último adiós. ¿Te alcanzará el tiempo para blanquear este país, como solías decir antes de que los franceses demostraran que ser blanco es bien distinto de ser decente? Tuvo que venir el emperador rubio con su ejército de patanes franceses, para que te quitaras de la cabeza y de la lengua esa tontera. Nada tiene que ver lo indio con lo pelado, yo te decía. Por eso me gustaste desde que era niña, Benito: por decente, por trabajador y esforzado. En cambio en mí, nada más viste lo blanca… y que te hacía reír… aunque a veces me costaba trabajo.

Los recuerdos dibujaron un esbozo de sonrisa en el rostro pálido. ¿Cómo habré logrado divertirte cuando estabas lejos, cuando debía sacar fuerza quién sabe de dónde para hacer de madre y padre al mismo tiempo? ¿Cómo, todas las veces que te supe en peligro de muerte, con los enemigos pisándote los talones? Eres ocurrente, aseguras, le pones gracia hasta a la tragedia. Te reíste cuando te platiqué de aquel día, en Etla, cuando se le desató la locura a Lino, el empleado en quien yo tanto confiaba. Allá me partía en mil para atender a los niños, tejer las carpetas y chales que vendía en la tienda y poder así mandarte unas monedas a Nueva Orleans. Le dio al pobre muchacho por encuerarse y perseguirme dizque para hacer que no te extrañara… ¡qué susto me dio! ¿Y tú, Benito, qué hacías para no extrañarme? Seguro allá encontraste la piel blanca de alguna americana para consolarte.

Los párpados de Margarita se entreabrieron. En los ojos hundidos se encendió una reminiscencia del brillo que los caracterizara años atrás.

Me acuerdo también cuánto gozaste el relato de nuestro viaje por la sierra, para alcanzarte en Veracruz. Te escurrían lágrimas de tanto reír cuando te conté del precipicio donde mi crinolina me salvó la vida, pues de ella quedé colgada, como canasta, en la rama de un árbol seco, sin atreverme ni a gritar. Pero valió la pena, Beno: esos meses en el puerto, con todo y su clima malo, a pesar de Miramón diciéndose presidente de México, fueron los mejores de todos los tiempos.  ¡Y qué broche de oro nuestra entrada a la capital! Creímos que era el final de la lucha, Juárez, no imaginamos que faltaba la peor parte.

Como si quisiera borrar la etapa más dolorosa de su vida, la mujer pasó una mano por su cara y la depositó en el pecho. Los latidos de su corazón perdieron el ritmo: se aceleraron, se detuvieron un instante; se reanudaron, descompasados. Sus pensamientos perdieron nitidez. Las imágenes adquirieron volumen, tomaron forma de fantasmas cuyos hilos manejaba el delirio.

San Luis… Saltillo… Monterrey… mis niños… Pepito… Nueva York… Washington… ¿vendrá mi esposo?… no quiero enterrarlo sin él… Toñito era su orgullo, su consentido… ¿Nos está castigando Dios? No, Benito, no creas que yo me estoy paseando en Washington; no estrené ningún vestido, no tengo alhajas sólo las que tú me diste, ésas llevé a la Casa Blanca… Me cuelgo del brazo de Santacilia, nuestro yerno, para no caer. Debemos seguir el pequeño ataúd. Me deslumbra su blancura, hace que duelan más los ojos que no han parado de llorar. ¿Y tú, Benito, te consuelan los bailes en Chihuahua, donde las norteñas altas y desparpajadas te enseñan a bailar al son de la redova? Te escribí tantas cartas suplicando que fueras a reunirte conmigo: Mi estimado Juárez: …lo único que me daría la vida es que tú vengas con nosotros… Eso quisiera, respondías, pero no puedo abandonar el país, ni hacerte venir, es muy peligroso.

Perdí allá la cuenta del tiempo. ¿Pasaron horas o años entre la muerte de mis niños? ¿Tardaste meses o un siglo en llamarme de nuevo a tu lado, en la capital? ¿Ganaste la guerra? No mates a Maximiliano, déjalo ir… su mujer está loca, loca, pobrecita…

En sueños, el hombre oyó la voz de su esposa. Lo llamaba, apremiante. Corrió a su lado. Es la inquietud que precede a la muerte, se dijo. Tomó un paño húmedo y lo puso sobre su frente. Sosiégate, Margarita, aquí estoy, le dijo suavemente. Ella se tranquilizó de inmediato; intentó abrir los ojos. ¿Eres tú, Beno? Sí, no temas, no te dejaré. ¿Fuiste a buscar mujeres blancas, ahora que yo he dejado de servirte? Nunca has dejado de ser útil, contestó el marido. Has sido una compañera perfecta, madre y esposa intachable, agregó Benito, con la voz entrecortada. ¿Entonces… no fuiste?, insistió la enferma. El presidente no respondió. Tomó las manos de su mujer entre las suyas y se sorprendió de su palidez.

Ya no soy capaz de hacerte reír, se me terminó la gracia. Me dobló la muerte de mis niños… desde entonces ya no levanté cabeza más que a ratos, para no fallarte a ti ni a las niñas, a nuestro Benito y a la República.

De nuevo, lo párpados de la moribunda se cerraron.

Debí ser mejor marido, Margarita, perdóname, musitó Juárez. Quédate aquí, prometo retirarme para disfrutar juntos algunos años.

Ella trató de poner buena cara, agradecida por esa promesa que no necesitaría romperse. Por última vez, logró abrir los ojos para mirar con ternura a su marido. Pobre viejo, predijo, no me sobrevivirás por mucho tiempo.

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