En 1895, un poeta y dramaturgo se enfrentaba a cargos de conducta indecente y sodomía en Inglaterra. Había llegado ahí por su propia mano, posterior a llevar a juicio por difamación a un marqués. Sus respuestas ingeniosas y poéticas, así como su estimada posición en sociedad pudieron ser parte de lo que retrasaba el veredicto. Sin embargo, fue declarado culpable frente a una corte repleta. Su única respuesta fue “¿Y yo? ¿No puedo decir nada, mi señor?”, petición que fue ahogada entre gritos de vergüenza. El causante del aprisionamiento era el padre de Alfred Douglas, su amante.
Oscar Wilde estaba en ese momento en la, discutida, cima de su carrera con su obra “La importancia de llamarse Ernesto” aún presentándose en teatro. Sin embargo, la era victoriana en la que Wilde vivía fue especialmente conocida por su cultura de represión sexual, y la homosexualidad fue un delito penal en el Reino Unido hasta fines de la década de los sesenta.
Durante los dos años que estuvo en prisión con la sentencia de trabajo pesado, tuvo poco acceso a la literatura o un pedazo de papel y un poco de tinta; “La Balada de la cárcel de Reading” fue parte de lo poco que produjo en ese tiempo. Aunque las dificultades y la dieta que mantuvo en ese tiempo le costaron un poco de su salud, al concluir su sentencia no podía más que sentirse renovado. Inclusive, antes de irse exiliado de Inglaterra hizo una última visita a su librería favorita.
Al llegar a su destino, Francia, fue recibido por uno de los pocos que se quedaría con él durante sus últimos 3 años de vida, el escritor Reginald Turner. Él y otros amigos habían comprado algunos libros que acomodaron en su cuarto de hotel con un adorno de flores. Pasó lo que le quedaba hasta la muerte en la pobreza, además de que nunca volvió a ver a sus hijos. Escribió poco porque “había perdido la alegría de escribir”.
En 1900 murió de meningitis, cuyo origen sigue siendo desconocido. Aunque algunos sugieren sífilis como la causa, otros teorizan que fue posquirúrgica o por una herida de oído medio que sostuvo durante su tiempo en prisión. Su vida, como la de muchos otros, fue empujada al extremo por la irracionalidad del ser humano de legalizar el odio.
Póstumamente se publicó ‘De profundis’, una epístola que escribió en prisión dirigida a su antiguo amor. Es una carta triste y extensa, en la que Wilde intenta esclarecer todo lo que le sucedió, teniendo que enfrentarse con lo que ahora pensaba sobre él la sociedad. En ella describe brevemente una conversación con un amigo quien aseguraba que no le importaba lo que dijeran, él sabía que nada era verdad. Wilde no pudo más que llorar y confirmar que aunque muchas calumnias fueron dichas en su contra, sus placeres no lo eran.
El desenlace lo deja en paz al no tener que mantener la amistad con falsedades, ganando un poco de libertad en ser aceptado por un amigo. Escribe: “Yo que tú, de hecho, no querría ser amado sobre falsas apariencias. No hay ninguna razón para que un hombre muestre su vida al mundo. El mundo no entiende las cosas. […] Te he dicho que decir la verdad es doloroso. Verse obligado a contar mentiras es mucho peor.” A qué más podemos aspirar que a no ser ese mundo que no entiendo, y poder crear uno en el que nadie más tenga que mentir o estar en peligro por ser quién es.