Últimamente, más por azar que por necesidad, me he encontrado pensando a todo momento en el valor de mi trabajo. Muchas veces he hablado ya del tiempo y lo efímero que me parece, y creo que paso mucho más pensando en él que realmente usándolo. No es único en mi generación, pero creo que no conozco a nadie que no esté tan obsesionado como yo con vivir productivamente, de usar ese tiempo de la mejor forma. “El trabajo dignifica al hombre” dijo Marx alguna vez y no solo le creo, sino que parte de mi identidad está fundamentada en que no he hecho ninguna pausa desde que tenía 3 años y comenzó mi educación formal. En cuanto me titulé conseguí trabajo, y tenerlo no sólo satisface mis necesidades básicas, sino que es imperativo para la estructura de mi día.
Creo que por la naturaleza de mi carrera, mi tiempo, más que el de alguien en alguna rama creativa, inevitablemente ha tenido siempre la estructura de un horario fijo y la vida alrededor. Entonces siempre he dividido mi tiempo como el que paso trabajando y el que no. Cuando era pequeña no me ponía a contabilizar mis horas en una agenda y decidir a qué se iba cada momento de mi día, pero ahora me es imposible no hacerlo. No puedo comenzar mi día sin la rutina, sin el té, sin una mirada rápida a mi agenda personal y del trabajo para saber que esperar. Nunca me había cuestionado lo extraño que es que todo mi plan de cada día gire alrededor de mi trabajo. De horarios fijos por cumplir. ¿Y durante el fin de semana, aquel tiempo dedicado al descanso y la contemplación? Insisto en tener trabajo de alguna índole, en ser útil y productiva.
Pero entre más lo he estado pensando, más caigo en cuenta de lo mucho que no parece racionalizado. Sí, tengo la fortuna de haber elegido lo que quería estudiar libremente, de que resulta que me apasiona y de que, como las frases cursis lo dictan, la mayor parte del tiempo no se sienta como trabajo porque es algo que amo hacer. Sin embargo, siempre están presentes las horas en las que el trabajo pesa como una obligación y la motivación es escasa. Las horas en las que preferiría estar viendo televisión, leyendo o platicando con alguien. Y cuando estoy libre del tiempo elegido, aún así enfoco mucho de mi tiempo a esas tareas que me parecen productivas: un curso de actualización médica, un libro nuevo, escribir, leer algún artículo nuevo o dedicar tiempo a planear y organizar las actividades necesarias.
Quizás es por eso que Paul Lafargue llamó mi atención. Ese delgado tomo, recargado sobre mi librero junto con el resto de los libros que he coleccionado de esa editorial. Cayó en mis manos el texto escrito por el yerno de Marx, quien opinaba lo contrario a él en cuanto al trabajo. Entre sus páginas, Lafargue señala que la forma ideal de vivir es trabajar 3 horas y el resto del tiempo descansar. Dedicarse al hedonismo, en realidad, es lo que se entiende con sus palabras. Y aunque la idea me parece risible, también me hace detenerme, con la risa congelada, y contemplar lo que hemos construido. Aunque escribió este texto a finales de los 1800, muy pocas cosas han cambiado. Todavía hay trabajos que exigen más de 14 horas sin descanso, entre ellas las guardias que médicos y residentes tienen que hacer como parte de su trabajo o educación. Pero también están las que siguen la ley y solo permiten a su trabajador estar 8 horas presentes, pero que no pagan lo suficiente como para que este pueda tener un solo empleo.
Todo lo que describe Lafargue, sobre sobreproducción, consumo de bienes no necesarios y explotación de los trabajadores en muchos aspectos continua hoy en día. Aunque haya trabajos con un horario de oficina en una empresa de clase mundial que se apega a la ley e inclusive otorga más beneficios a sus empleados de los solicitados, la gran mayoría de la gente del país intenta sobrevivir al mercenario mercado laboral. Encima de eso, continuando con la parte más abstracta del trabajo, todo el trabajo no remunerado pero necesario para la sobrevida no es contemplado como tal porque no produce ganancia económica.
Y entonces regresamos al inicio de la historia, a la necesidad de grabar en nuestras mentes desde muy pequeños que la única forma de conseguir la felicidad era con una carrera universitaria, porque así ya no se tenía que preocupar uno de nada. Trabajo asegurado hasta la jubilación. Entonces, ¿qué más da vendernos la idea de que el trabajo se tiene que disfrutar? Escoge algo que ames, que no tengas que trabajar ni un día. Tu pasión, para lo que naciste. Esa idea ahora también me parece cursi. No porque no sea de las pocas a las que le tocó buena suerte y puede trabajar en algo que en serio disfruta, sino porque inclusive así el trabajo es trabajo. Sí, sigo estando del lado de Marx en cuanto al valor de lo que hago, pero Lafargue no estaba tan alejado de lo ideal. Esta obsesión malsana con la productividad nos puede alejar de la necesidad básica de estar en paz y disfrutar el tiempo.
Con el capitalismo respirándonos al cuello todos los días, poco espacio queda para las ideas utópicas de Lafargue en las que todas las personas podemos trabajar sólo 3 horas y aún así mantener una sociedad. Bueno, dejando de lado la sociedad, trabajar 3 horas y ser capaz de sobrevivir y de poder usar el tiempo restante sólo para descansar es imposible. Pero creo que no nos hace nada de daño tenerlo en mente. El trabajo, por más agradable que sea, es trabajo y cumplimos con el por lo que nos otorga. Sin embargo, inclusive llegar a términos con que no todo el trabajo debe ser apasionante nos puede traer paz. Zafarnos de la obsesión de usar el tiempo de tal forma que nos produzca algo, y no sólo disfrutar y dejarnos ir un poco en la pereza. Quizás si comenzamos a exigir este derecho, podremos llegar a la utopía. Pero es importante que no se nos olviden las desigualdades tan grandes que pesan en nuestro país y el mundo, y que se agudizan a cada momento que las condiciones de trabajo siguen el mismo camino desde antes que Lafargue escribiera su sabia crítica a la explotación económica.