Comparando el tiempo que me toma leer ahora un libro con lo que me tomaba en mi infancia -esos años dorados en los que siento que llegué a la cima de mi potencial sin saberlo- es que llegué a la conclusión de que, independientemente de cuanto me tarde leyendo algo de ficción, nunca será más de lo que me toma leer un libro de no ficción. Eternidades, quizás. Pero dejando atrás la hipérbole, aunque este año parte de mis metas privadas de lectura incluían leer más libros de no ficción, apenas y alcancé a completar uno en todo un año. ¿Pero qué hay de aquellos que inicié y siguen esperándome?
Desde hace poco más de 8 años que las lecturas técnicas que ocupan mi tiempo son únicamente sobre medicina. Durante mi escolaridad -desde primaria hasta preparatoria- la cantidad de textos a analizar fuera de horario escolar, de todas las ramas educativas, eran varios y muy diversos. Pero desde que mi único enfoque en ese aspecto ha sido la medicina, poco tiempo le he dedicado a leer libros que sean puramente de divulgación científica de alguna área que no tenga que ver con la mía. Ya sé, estamos en una era de especialización, pero parte de mi siente que está perdiendo algo valioso cada que no recuerdo algún dato histórico importante durante una conversación o, peor aún, el día que encontré un tiktok para ver qué tanto recordaba de matemáticas y descubrí que había olvidado por completo cómo hacer una ecuación de segundo grado. Ya me puedo imaginar qué dirá mi papá, ingeniero, cuando le cuente. O mi mamá, contadora.
Durante la preparatoria leía a Carl Sagan y a Stephen Hawking en mis tiempos libres, y la necesidad de querer estudiar más sobre el espacio, la física y la ciencia en general ha disminuido mucho. Inclusive, a pesar de que Shakespeare es de mis escritores favoritos, un tomo escrito por Stephen Marche sobre la influencia del bardo en el mundo sigue descansando en mi librero en espera de que lo termine. Y como ese hay muchos, que comienzo y no termino porque los libros de no ficción piden mucho más de mí que mis lecturas cotidianas. Me piden tiempo para lectura y tiempo para la reflexión. Algunos me piden que tome notas y que escriba algo al respecto. Otros tantos me piden que los ponga en pausa un momento, para poder leer algo que me ayude a comprenderlos.
Aunque durante el año he leído muchos textos de feminismo, capitalismo, ciencia y política, ninguno fue concluido. Cuando me di cuenta de esto fue más o menos por el tiempo que leí el ensayo de Lafargue sobre la pereza. Me invitó a escribir al respecto, y envié la columna sin pensarlo más. Fue ahí cuando conté a los autores que tengo en pausa: Simone de Beauvoir, Simone Weil, Virginia Woolf, Siddhartha Mukherjee, George Orwell y Roxane Gay. Pero en vez de sentirme defraudada porque una vez más dejé un libro inconcluso no por falta de interés, sino por flojera, decidí cambiar la perspectiva un poco. Es normal que ahora, con lo mucho que tengo por hacer en mi día a día, prefiera sentarme a leer un libro de ficción, cuál sea el tema, que dedicar el tiempo que un libro de no ficción me pide.
Me di cuenta este año, mientras leía ‘Mujer que sabe latín’ de Rosario Castellanos, que después de cada capítulo necesitaba tiempo para pensar en lo leído y meditarlo. Al final del día, los libros de no ficción suelen empacar mucha información, y es información a la que le quiero dedicar el mismo esfuerzo que le dedicaba a mis lecturas antes de que la medicina consumiera mi vida. Saboreé cada ensayo de Rosario como no lo hacía antes que me preocupaba únicamente por terminar, y decidí que así será de ahora en adelante. En vez de sentirme agobiada por todo lo que ya olvidé, todo lo que aún no sé, y todo lo que me sigue esperando, voy a hacerme el propósito de únicamente disfrutarlo. Inclusive, el libro de no ficción con el que planeo iniciar el 2021 es de la materia que más aborrecía en la escuela: historia.