¿Se puede separar el arte del artista?

En lo personal, contestar la pregunta del encabezado de esta columna me parece sencillo: depende.

T. S. Eliot escribió en 1923: “He asumido como axiomático que una creación, una obra de arte, es autónoma”. Se refería a su poesía, intentando desaparecer cualquier trazo de sí mismo en lo que escribía. Esta idea de ver al texto como algo completamente separado de quien lo producía era un forma de acercar la crítica literaria a una especie de ciencia, a certificar que el crítico no tendría que intentar ver qué hay dentro de la mente del autor para poder analizar lo que se lee. Académicamente tiene sentido, sin embargo desde hace unos años el lector común se acerca cada vez más a la idea por otras razones.

Quizás Eliot no supo en el momento lo que en un futuro significaría para su propia obra el querer separar su vida de su obra. Un artículo publicado en 1997 detalla algunos de los textos polémicos del autor, que incluyen comentarios racistas. El artículo detalla que el poeta inglés Craig Raine defiende a Eliot señalando: “Para mí, simplemente se suman a su humanidad ”. Usé el ejemplo de Eliot en particular por dos razones, la primera siendo que ese artículo de la revista del New York Times fue publicado antes de que se hiciera popular el término de ‘cultura de cancelación’, y la segunda porque Eliot había muerto ya cuando se publicó.

Ningún artista -ni su arte- nos deben superioridad moral o absoluta corrección ética, eso es cien por ciento verdad. Ya he escrito un poco antes sobre la polarización de la sociedad actual, y creo que un acercamiento verdadero a este tema no se puede dar mirándolo de los extremos, o dejándonos llevar por la superflua opinión que se derrama en las redes sociales cada que un título amarillista proclama que “algún liberal intenta cancelar alguna obra perfectamente inocente”.

En lo personal, contestar la pregunta del encabezado de esta columna me parece sencillo: depende. Depende de si el autor sigue vivo. Si sigue vivo, probablemente no me gustaría regalar mi dinero a alguien que de alguna forma ha violentado a alguna persona o grupo de personas. Sin embargo, mi juicio se vuelve más laxo cuando pienso en la literatura clásica, en aquellos escritores que hace mucho que murieron. Parte de mi gusto de leer a los clásicos no es solo que los encuentro más baratos y en cualquier lugar, sino que el contexto en el que se escribieron es analizable y puedo ahondar más en quién fue el autor.

La otra base sobre la que juzgo a un autor es dependiendo de si la intención del texto era explícitamente de opresión. Esto nos puede poner en una encrucijada porque puede que un texto no tenga esa intención, pero cuya representación del oprimido perpetúe los estándares de poder. Llegamos aquí al momento en el cual suelo debatirme y reflexionar por horas, porque aunque no planeo salir a la calle a alentar a la gente a que deje de leer a Eliot (si es que lo estuvieran haciendo), no me parece una acción ética de mi parte apoyar y promover el arte de aquellos, en particular contemporáneos, que a través de su arte violentan la integridad de alguna persona o grupo de personas.

Ni nosotros ni el arte que consumimos o creamos existe en un vacío. Lo que nos gusta, lo que leemos, y quienes somos, está constantemente influenciado por la sociedad en la que nos desarrollamos. Shakespeare iba a, quizás inevitablemente, escribir obras antisemitas o sexistas porque ese era el canon de su época. ¿Es el nuestro todavía? En parte, pero el ejercicio y el valor que se le puede encontrar a estos momentos de confrontación con los artistas está en desafiar nuestra propia visión del mundo y la cultura que consumimos.

Es la parte más difícil, pero implica analizar por qué me ofende que alguien hable mal de algún autor, de alguna obra que amo. Lo enfoco a la literatura porque es la razón por la cual estamos aquí, pero esto aplica a toda el arte. ¿Qué de las estructuras, que quizás me benefician, estoy dejando crecer al no querer confrontar mi amor por la obra con la realidad de su creación? E inclusive, yendo más allá hasta observar al libro, texto o poema directo a los ojos y cuestionar si parte de la razón por la que lo disfruto no recae en esas inequidades.

El considerar que no existimos en un vacío nos puede acerca un poco más a la realización de que aunque no me afecte personalmente consumir un texto escrito por alguien que activamente usa tiempo, voz y dinero en causas, por ejemplo, homofóbicas, a alguien más sí. Y que, más allá de una afección individual, continúa perpetuando el canon de opresión que violenta a ciertos sectores de la población.

La decisión es personal, pero creo que el verdadero enfoque de todas estas oportunidades no debería ser únicamente decidir entre si seguir leyendo o no a tal o cual autor. Hay que aprovechar el momento, ese nuevo conocimiento, para darle voz a todos aquellos autores cuya obra no veía la luz no porque su talento no se los permitiera, sino porque no formaban parte del canon. Al final del día, hay algo más importante que las palabras, por más bellas que sean: las personas.

Compartir:

Acerca de Fany Ochoa:

Descubre otras columnas:

Bertha Balestra

El paquete

El peso sobre mis hombros, la opresión en el pecho, volaron con ellos.