Popocatépetl

Izta, Iztaccíhuatl, escucha mujer, estoy aquí, a tu lado, esperando que despiertes, me des una señal de vida.

Izta, Iztaccíhuatl, escucha mujer, estoy aquí, a tu lado, esperando que despiertes, me des una señal de vida. Te necesito ¿sabes? Más cada día, cada año, cada década, cada siglo de los que llevamos inertes en esta tierra. ¿Recuerdas cuando nacimos, surgimos con fuerza de las entrañas del planeta, emergimos como dioses y así nos adoraron muchas generaciones de seres efímeros que hemos visto pasar? ¡Cómo han cambiado las cosas desde entonces!, cuando la belleza natural era mucha y los hombres pocos, muy pocos, respetuosos y hasta temerosos ante nuestra grandeza, no osaban hacernos daño.

¡Ah qué paciencia la tuya! He admirado siempre lo imperturbable de tu sueño, no te has inmutado en siglos, a pesar de las molestias que nos causa la gente talando nuestros árboles, cortando nuestros hielos antes de que se los obsequiemos en cristalinos envíos, lastimando nuestras laderas con caminos, poblados, incendios dolorosos, difíciles de cicatrizar. Pero tú les dejas hacer, sin molestarte. Yo en cambio, ya ves, me enojo y les echo humo, para ahuyentarlos y hacerles saber que me perturban. Funciona cada vez menos, han perdido el respeto, no se parecen a sus antepasados.  ¡Cómo se asustaban ellos! ¿Recuerdas? Dejaban todo y se alejaban hasta que me pasaba el enojo.  Me ofrecían regalos y sacrificios para calmar mi ira. Yo me divertía, en realidad no los odiaba, hacía un poco de teatro para pasarla bien. Hasta tuve algunos amigos, hombres buenos que se acercaban a mis faldas para hablar conmigo, meditar en voz alta, pedirme consejo. Te hablo siempre de ellos, no puedo evitarlo, no es posible olvidar a los que se ha querido.

Mi amigo Quetzalcóatl, el mejor hombre que he conocido en todos los siglos que tengo de vida. Venía a verme cuando se sentía desesperado, cuando se cansaba de predicar en el desierto del egoísmo y la ignorancia. Ayudó a mejorar las condiciones de vida de la gente con técnicas más avanzadas para la agricultura y otros oficios, en eso sí lo entendieron, pero no pudo convencerlos de dejar sus prácticas religiosas sanguinarias y cambiar su concepto de dioses vengativos y caprichosos.  No consiguió nada, los que lo amaban creyeron que estaba revelándoles su propia divinidad, y lo incluyeron en su lista de dioses. Otros empezaron a intrigar en su contra.  Nadie comprendió que trataba de transmitirles su concepto monoteísta. Finalmente, lleno de pesadumbre, decidió dejarlos.  Vino a despedirse llorando.

-Te echaré de menos –me dijo con la voz entrecortada-. No puedes hablarme, pero me has escuchado siempre con paciencia y sé que eres el único que me has comprendido. A ti también te achacan naturaleza divina y tampoco puedes desmentirlos. Me creí capaz de comunicarme con ellos y fallé.  Ahora me voy, no sé hacia dónde. Tal vez volvamos a vernos.

No fue así, no volvió nunca. Me sentí tan mal, tan triste, disgustado e impotente para impedir su partida o para seguirlo, que lancé mucho humo y cenizas sobre quienes lo decepcionaron. Y supieron que era por su causa que yo los castigaba. Abandonaron su maravillosa ciudad en donde habían construido esas pirámides que se me asemejaban, y que se parecieron más a mí cuando el polvo las cubrió.

Tú también lloraste Izta, con copioso deshielo al ver mi pena. Mas ni mi furia, ni tu llanto ni el abandono de Teotihuacan nos devolvieron al amigo.

Tiempo después nuestros hermanos del Sur nos enviaron señales de humo para informarnos que se encontraba allá, volviendo a empezar su lucha por ayudar a la gente. Tampoco venció esta vez sobre los ídolos, y una vez más lo divinizaron. Después se le vio partir hacia el océano, quién sabe si volvió al lugar de donde provenía o se ahogó en sus aguas.  Su espíritu está aún presente, su parte divina no pudo ser destruida.

-Ellos no entienden que no es lo mismo ser un dios que tener una parte divina en nuestro ser.  Todos la tenemos, pero sólo algunos la hacemos crecer gracias a la meditación y la introspección. Tú también la tienes, Popocatépetl, esa fuerza que del centro de la tierra puede salir a través de ti, por eso también te adoran como a un dios.

Al cabo de algunos años conocí a otro gran hombre de quien también ya te he hablado: Nezahualcóyotl, el poeta que venía en busca de inspiración para escribir. Él me hablaba como Quetzalcóatl de sus problemas y desilusiones en la convivencia con sus semejantes. Amé profundamente su alma sensible; su espíritu vaga también por aquí todavía.

Entonces llegaron aquellos forasteros, los del pecho de metal y los tubos de trueno. Muchos creímos ver entre ellos a Quetzalcóatl que volvía a nosotros, ¡cómo nos equivocamos!  Estos hombres no venían a ayudar, sólo a destruir. Ellos sí acabaron con los ídolos y pusieron en su lugar a otros.  No hubo más ofrendas humanas para los dioses, ahora se sacrificaba a los indios lentamente, con malos tratos y crueldades cotidianos. Yo miraba atónito la paciencia con que los dominados aguantaban generación tras generación, hasta que mi ira hizo erupción con más furia que sólo humo y cenizas. Creo que funcionó, pues al poco tiempo se inició la guerra contra los intrusos.

Desde entonces las cosas no han cambiado demasiado, ha habido muchas revueltas, se siguen explotando y engañando unos a otros y cada vez menos reparan en nosotros. Su guerra contra la naturaleza continúa, haciéndonos perder nuestra cumbre nevada. ¡Hay que ver a nuestro pobre vecino Xinantécatl, antaño siempre blanco y ahora casi todo el año con la cabeza calva y descubierta!

He seguido mostrando mi enojo de vez en cuando, pero cada día con menos fuerza, quizás ya estoy haciéndome viejo.

Últimamente los vientos del Sur trajeron rumores de nuevos problemas. Por eso he vuelto a mostrar mi desacuerdo, pero con cansancio, ya es más bien fumar un poco para ahuyentar el hastío.

Lo que más deseo es que tú despiertes, que me digas algo, que me hagas sentir amado como cuando estabas despierta.

¿Qué murmuras? ¿En verdad me estás hablando? ¿Me amas tanto como entonces y me lo vas a demostrar pronto? ¿Cómo, con un hijo? ¡Un hijo! ¡No puedo creerlo Izta, es grandioso! ¿Dónde nacerá, hacia el Poniente? Terminaría con la gran ciudad, la que se pierde en su propio humo.

¿Es necesario? Tal vez tienes razón, nuestro hijo vendrá a limpiar esta tierra.

Fumaré mientras nace, pero ya no para aplacar la furia, sino para calmar mi emoción. ¡Ay Iztaccíhuatl, me haces tan feliz!

Sigue durmiendo mientras llega el momento. Yo estaré en guardia… como siempre.

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