Propaganda parte II: Las masas y la opinión pública

Hannah Arendt, una filósofa alemana nacionalizada americana, escribió en 1951 un libro titulado “Los Orígenes del Totalitarismo” en el que intentaba explicar cómo regímenes opresivos podían tomar control del lumpen y usarlo a su favor. Ella argumenta entre las más de mil páginas de su libro, que el sujeto ideal de estos sistemas es alguien ya preparado para no poder distinguir entre la verdad y la mentira, porque fue alienado y sólo confía en la realidad de su propia experiencia y su imaginación.

Hannah Arendt, una filósofa alemana nacionalizada americana, escribió en 1951 un libro titulado “Los Orígenes del Totalitarismo” en el que intentaba explicar cómo regímenes opresivos podían tomar control del lumpen y usarlo a su favor. Ella argumenta entre las más de mil páginas de su libro, que el sujeto ideal de estos sistemas es alguien ya preparado para no poder distinguir entre la verdad y la mentira, porque fue alienado y sólo confía en la realidad de su propia experiencia y su imaginación.

Si expones a “las masas”, como ella les llama, a una narrativa consistente, no importa si está cimentada en mentiras. Ella explica que la meta de un régimen así no es convencer, sino controlar lo que se dice: “lo que convence a las masas no son los hechos, ni siquiera los hechos inventados, sino solo la consistencia del sistema del que presumiblemente son parte”. Es como estar en una cámara de eco en la que la misma idea rebota contra las paredes una y otra vez, hasta que la necesidad de comprobar la veracidad de lo que se escucha se ve sustituida por la repetición infinita.

La propaganda, claro, es usada por aquellos en poder para controlar la forma en que las masas que Arendt describe puedan hacer -o no hacer- como les beneficie. En situaciones de interés político y bélico inminente pueden estar más empujadas a la acción, como el gobierno de Estados Unidos pagándole a Disney para que produjera cortos animados simplones, llenos de estereotipos para convencer a la población que había que luchar contra el lobo Nazi; misma estrategia usada por el Reich, quien convertía a Hitler en el héroe capaz de sacar a Alemania de la crisis.

Pero también, como en nuestro país en 1968, puede estar enfocada a desalentar el movimiento y controlar la reacción. Mientras Díaz Ordaz intentaba hacerle creer al mundo que los estudiantes asesinados brutalmente en la Plaza de Tlatelolco eran infiltrados trotskistas o que estaban más armados que los militares que les dispararon, seguían intentando empujar la idea de un México demócrata, estable y sin conflictos internos que en ese momento era anfitrión de los Juegos Olímpicos, manipulando lo que se decía en periódicos nacionales.

Bertrand Russell escribió que “la credulidad es un mal mayor en la actualidad que nunca antes, porque, debido al crecimiento de la educación, es mucho más fácil de lo que solía ser difundir información errónea y, debido a la democracia, la difusión de información errónea es más importante que en tiempos anteriores a los poseedores del poder”. Él, sin embargo, no experimentó lo mucho que empeoraría con el internet y las redes sociales, el catalizador ideal para las ‘fake news’.

El algoritmo de las redes sociales como Facebook nos permite ver más del contenido que nos mantiene usando la aplicación, ya sea memes, opiniones, fotos o artículos compartidos. Todo a lo que le damos ‘me gusta’, compartimos y comentamos se vuelve parte de la información que se procesa y el resultado es que estamos expuestos a la misma clase de contenido, una y otra vez, como cámara de eco. No solo son los medios manipulando la información, escribiendo titulares engañosos, polarizantes y textos muchas veces igual de poco sustanciales, sino la narrativa a la que nos exponemos y que nos engulle. No es que ls redes sociales sean el demonio, sólo lo exponen.

Sólo se necesita leer un artículo de un periódico “conservador” o de uno “liberal” para poder ver como la misma información, incluso video, puede ser presentada de distinta forma. La forma en la que están escritos estos artículos apela a mucho más que sólo la identidad política de las personas, también a sus emociones. Y como ya escribí en la columna previa, somos menos efectivos en discernir entre las posibilidades si se involucra lo que sentimos.

Aunque creamos que no hay daño mientras estemos del lado “bueno”, al final del día estas narrativas no nos sirven a nosotros, sino a aquellos en poder. Este ejercicio constante de mantenernos enfocados e involucrados sólo en lo que resuena en nuestra misma cámara, es la preparación ideal para que un régimen totalitario se aproveche y sólo siga alimentando las ideas ya establecidas.

Tomemos, por ejemplo, a la ficticia Katniss Everdeen de la trilogía para adultos jóvenes ‘Los Juegos del Hambre’. Su único papel para aquellos en poder, independientemente de su postura o intenciones, es la posibilidad de usarla como propaganda para sus objetivos. Ambas caras de la moneda que pretenden ya sea mantener o tomar el poder, usan la imagen de Katniss únicamente para ampliar su propia narrativa y manipular la opinión pública y poder lograr su cometido. Su integridad, así como la integridad individual de la población, pasa a último plano porque no es relevante para la imagen pública.

Es fácil, entonces, caer en el cinismo y apatía. ¿Qué se puede hacer si todo ya está decidido? La educación, como menciona Russell, no sólo puede empeorar la idea de que estamos en lo correcto siempre, también podría mejorar la situación. Escribe que: “la educación debe tener dos objetos: primero, para dar un conocimiento definido: lectura y escritura, idiomas y matemáticas, y así sucesivamente; en segundo lugar, crear esos hábitos mentales que permitirán a las personas adquirir conocimiento y formar juicios sólidos por sí mismas. Al primero de ellos podemos llamar información, la segunda inteligencia”.

Esta inteligencia de la que habla Russell es más que poder ser crítico con la información presentada, sino el hábito de dudar y reflexionar sobre toda idea, aceptar que todas nuestras posturas van a tener errores y ser influenciadas por nuestras emociones e imparcialidad, y sopesar todas estas posibilidades al tomar alguna decisión o apoyar alguna idea. Esta inteligencia, como dice Russell, puede ser enseñada y formar parte de la educación formal que recibimos. Sin embargo, este esfuerzo de llevar la inteligencia a la educación y no solo convertirnos en empleados modelo, está también controlado por los que se benefician de lo contrario.

Es muy difícil confrontarnos con nuestros errores y nuestros privilegios, pero el ejercicio constante de hacerlo, de dudar de nuestras posturas y de tomar toda la información como posible propaganda podría empujarnos a nosotros, las masas, a poder controlar la narrativa y tomar control del espacio público. No se trata de fomentar el no tener ninguna postura para evitar el conflicto, sino de estar consciente de que nuestra postura puede cambiar y de que la postura que tomemos está a servicio nuestro. Mientras sigamos alimentando una narrativa absolutista del “bien” contra el “mal”, no le servimos a nadie mas que a aquellos en poder -de un lado o de otro.

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