Los últimos destellos del atardecer alargaban las sombras. Arbustos, faroles y el pequeño volcán Cuexcomate, parecían una gran montaña rodeada de gigantes. Era mi primera noche de guardia como custodio del lugar: el parque y el volcancito, tesoro de la colonia poblana La libertad. También se trataba de mi primer trabajo, recién egresado de la Academia de Policía. Por eso, emocionado, había llegado temprano para familiarizarme con el sitio. Con curiosidad escuché la explicación que un maestro daba a su grupo de estudiantes:
–Éste, muchachos, es el volcán más pequeño del mundo. Tiene una elevación de solamente trece metros y su diámetro mide ocho metros. Surgió hace cerca de mil años, como un brote de agua sulfhídrica derivada de una erupción del Popocatépetl. Su nombre náhuatl, Cuexcomatl, significa olla de barro o recipiente para guardar agua.
Ya dentro del cráter, les advirtió que el agua, aunque diluida en los veneros que provenían del volcán Malinche, tenía alto contenido de azufre y no debían beberla. También los alertó en cuanto a no entrar en las cavernas que, si bien parecen pequeñas, no están exploradas y pudiera ser cierta la leyenda de que están conectadas con las de Atlixco.
Mientras comían su almuerzo, sentados en las bancas del parque, el maestro les contó la leyenda de Ameyaltzin, la hija del sacerdote principal de aquellos tiempos, sacrificada para calmar la ira del Popocatépetl.
–Desde entonces se sabía que ese volcán tiene muy mal genio, y cuando enfurece exhala humo, cenizas que cubren casas y sembradíos y hasta piedras calientes que pueden provocar incendios. Pero en aquella ocasión su enojo fue tan grande que no se conformó con cubrir las aldeas de polvo gris, sino que se abrió una boca en la tierra y brotó un chorro altísimo, de agua y barro que quemaban y olían a muerte. Intentaron, como habían hecho en otras ocasiones, sacrificar prisioneros en la pirámide, pero el Popocatépetl no se calmaba. Llevaron ofrendas hasta su cráter, pero tampoco paraba su ira en su cumbre ni en este chorro que los atemorizaba.
El sacerdote oraba, meditaba para ver si los dioses le decían cómo resolver la situación. Apartado de los demás, llevaba días sin probar alimento, ni siquiera un poco de agua. Entonces su hija favorita, Ameyaltzin, nombre que significa pequeño manantial, se acercó a él con un cántaro de agua cristalina. Vamos, padre, bebe un poco, le dijo. Cuando el sacerdote levantó la mirada, vio a la bella chica transformada en un ser luminoso y supo que era la señal fatídica: el volcán la reclamaba para sí. Sólo una joven fresca como ella sería capaz de pacificarlo.
Lleno de dolor, el hombre preparó a su hija. Le hizo saber el gran honor que recaía sobre ella y su responsabilidad de salvar al pueblo. Ameyaltzin, obediente, se atavió con sus mejores vestidos y alhajas para el acontecimiento y se tendió en la piedra de los sacrificios para que su propio padre extrajera su corazón y lanzara su cuerpo por esa nueva boca del Popocatépetl.
En cuanto el rito se completó, aquel chorro hirviente se contuvo. El montículo de lodo se enfrió y quedó convertido en este pequeño volcán, en cuyo interior brota continuamente agua. Se dice que es el espíritu de Ameyaltzin que habita aquí.
–¿Y su fantasma sale por las noches? –preguntó una de las chicas.
–Eso dicen… pero los fantasmas no existen, es una leyenda –respondió el maestro.
Quedé tan impresionado con la historia como los estudiantes; no era extraño, pues, que en cuanto estuve solo en el lugar, ya caída la noche, el más leve ruido me hiciera saltar, imaginando espectros armados con dagas de obsidiana, tocados con penachos y con la cara pintada. Me sobrepuse, hice acopio de sensatez y me dije varias veces: soy un oficial de policía, no un marica o una nena tonta que me deje asustar por cuentos de espantos.
Me senté en una banca y me dispuse a cenar. Mi mamacita chula me había preparado, bien empacadita, una buena torta de frijoles con mole y hasta compró un vaso térmico para mandarme café de olla, dulzón, bien calientito y con harta canela.
Otra vez oí pasos… con la mano sobre la pistola fui a dar una ronda, le di vuelta al volcán… nada. Pero cuál sería mi sorpresa que cuando regresé a la banca me topé con que había desaparecido el resto de mi torta.
–¡Pinches perros callejeros! –exclamé—. Ésos eran los ruidos que escuchaba.
Encendí mi linterna para buscar entre los cetos y me quedé atónito al descubrir a una chiquilla harapienta, agazapada, dando fin al último bocado de mi cena.
–¡Ey, tú! –le grité mientras tiraba de ella –, ¿qué demonios haces aquí?
Su cara, iluminada por la linterna, me estremeció. Delgadísima, pálida como un cadáver, con las ojeras marcadas y costras de mugre. El cabello enredado como estopa y el vestido, que quizás fue rojo alguna vez, convertido en jirones de color indefinido. Iba descalza, con las piernas y los pies rasguñados. Con la mano izquierda aferraba, pegado a su cuerpo, un pequeño libro.
En unos segundos pasaron por mi mente preguntas y respuesta: ¿Será un fantasma? ¿Ameyaltzin? ¡Pendejo, los fantasmas no comen tortas!
Le pregunté su nombre, dónde vivía, qué hacía en el parque… no conseguí que emitiera palabra, sólo temblaba y gemía, asustada.
–No puedes estar aquí, llamaré a la patrulla para que te lleven y localicen a tus padres.
–¡No, por favor! –dijo por fin –. Déjame quedarme, volveré a la cueva.
–¿Cueva? ¿Cuál cueva?
Señaló el volcán.
–A ver, no llamaré todavía a la patrulla, pero tienes que decirme de dónde saliste y qué haces aquí –cedí, no exento de curiosidad –. Siéntate y empieza a hablar –le ordené.
Entonces empezó a contar, a pedazos, la historia que pude ir armando: provenía de una comunidad muy pobre, en la sierra. Una noche apareció su padre, con unos hombres que venían por ella; según entendí, la había vendido. Los tipos se la llevaron, atada y amordazada, en un camión cerrado. No era la única: otras chicas y chicos compartían su destino. La condujeron a una casa grande, rodeada de jardín y protegida por vigilantes, perros y una barda muy alta. No sabe cuánto tiempo vivió allí, pues les daban a beber algo que los hacía sentir siempre entre nubes. Logró escapar, escondida entre la basura del jardín, y consiguió llegar hasta el volcán. Se ocultaba en una de las grutas y salía por la noche a buscar algo de comer.
–Siempre dejan comida en los basureros –me dijo–, pero lo tuyo estaba mejor –sonrió por fin.
Le pedí que me enseñara el libro que llevaba en la mano. Le costó hacerlo, desconfiada. Me lo mostró sin soltarlo. Era un ejemplar de El principito, su único tesoro; temía que no se lo devolviera.
–¿De dónde lo sacaste? ¿De qué trata? –le pregunté.
–Lo encontré aquí. No sé leer, pero tiene bonitos dibujos.
–¿Quieres que te lo lea? –ofrecí. Me había resignado a emplear tiempo con ella antes de tomar acciones. Finalmente, mi turno terminaba hasta el día siguiente…la verdad era que había en sus grandes ojos negros un pozo de tristeza que me había llegado al alma y, conmovido, echó abajo el entrenamiento de rudeza que recibí en la academia.
Me senté a su lado. Entonces me alargó el libro.
Los personajes que ahí aparecían me ayudaron a armar la historia de la chica, a quien llamaré
Ameyaltzin, pues nunca dijo su nombre.
Gracias a los baobabs supe que provenía de una zona boscosa y, al contarle sobre la flor, me habló de los bordados que realizaba su madre. Cuando leí el encuentro del Principito con el alcohólico, se ensombreció:
–Mi padre me cambió por más aguardiente.
Y el hombre de negocios le recordó al tipo que la había comprado, el dueño de esa empresa nefanda de explotación de menores. Se atrevió a relatarme algo de lo que sucedía en aquella casa:
–A veces me ponían una ropa pequeña, muy brillante y me llevaban a un cuarto negro, con focos enormes que deslumbraban, para hacer lo que esos tipos llamaban unas escenas. Me manoseaban, me mordían, me golpeaban…y otras cosas que no te contaré… Luego me dejaban en otra habitación hasta que se me quitaran las marcas. Esto nos dará mucho oro, decía una y otra vez.
Cuando le leí el pasaje del rey, comenzó a temblar de nuevo.
–Yo conocí a alguien así… el hombre de negocios lo trataba como rey. Fue el final de mi vida allí; me pusieron ropa de escena y me llevaron a un cuarto enorme, muy elegante, alumbrada con velas. Ese día no me habían dado la bebida, estaba más despierta. Me colocaron en una gran cama, entre almohadas brillantes. Se abrió la puerta y entró un hombre. Lo acompañaba el otro, el mismo que me había sacado de mi casa. Todo el tiempo decía: sí, señor, claro que sí, señor y le hacía caravanas. Aquí está su golosina, mi gober precioso, le anunció, señalándome. Es la de las películas; ya está trabajadita. Ahí lo dejo, cualquier cosa, toca el timbre, ya sabe. Y se fue. El tipo me dijo que lo llamara mi rey. Comenzó a ordenarme que le hiciera esto y aquello y luego me estrujó, me lastimaba, empezó a golpearme muy fuerte, hasta que me hundí en una nube negra, no supe más… desperté cayendo de un camión, en un barranco, entre pasto, ramas, piedras y pedazos de tepalcate. Rodé hasta quedar atorada en un arbusto. Como pude me arrastré de vuelta hacia el camino y luego vagué y di con este lugar.
El pozo de tristeza se desbordó en gruesas lágrimas.
–No deben encontrarme, es mejor que me den por muerta.
–Está bien –le prometí para consolarla. Pero no tenía idea de qué hacer con ella. Definitivamente, no iba a hacerme de la vista gorda y permitir que habitara una cueva, dentro del volcancito, para siempre.
Continué leyendo el pasaje de la zorra.
–Si me dejas quedarme aquí, podrás domesticarme –quiso convencerme—. Estaré esperando que caiga la noche para salir a hablar contigo. Se nos hará menos largo el tiempo.
–Empezaría por traer doble cena, porque hoy me quedé con hambre –reí.
Ella rió abiertamente, con risa de manantial, como si fuera una niña juguetona, una chiquilla que no hubiera sufrido aquellas experiencias terribles.
Luego se puso seria.
–No me cuentes el final. Déjalo para mañana, pronto va a amanecer y debo volver a la gruta, para que nadie me encuentre. Mientras voy a dormir un poco aquí junto a ti, ¿sí? Soñaré que voy con el Principito a conocer sus volcanes.
Se tendió sobre mi regazo. Creo que dormité también y soñé que gracias a mi información se desmantelaba una red de prostitución infantil que involucraba a gente de altas esferas del gobierno.
Las primeras luces de la mañana me dejaron ver nítidamente su extrema palidez. Debía llevarla a un médico, esa niña no estaba bien. En eso noté que bajo la banca había un charco de sangre oscura. Quise despertarla, explicarle la necesidad de atenderla, prometerle que la protegería, pero no volvía en sí. Puse un dedo bajo su nariz… nada. No respiraba. Traté de oír los latidos de su corazón… tampoco. Me incorporé y la acomodé sobre la banca. De inmediato, reporté por la radio y pedí una ambulancia.
–Uy, compañero, esta indigente tiene ya un par de horas muerta –me dijo el paramédico. Llenó su informe: Menor. Sexo femenino. Desconocida. Causa de la muerte: Paro respiratorio. Hemorragia por desgarramiento de genitales. Infección generalizada.
No sé a dónde llevaron su cuerpo. Pero estoy seguro de que su espíritu se quedó aquí, en el pequeño volcán. Escribí en una piedra, dentro del cráter: Ameyaltzin, princesita, tu risa de manantial logró domesticarme. Y grabé la fecha.