La fina caligrafía lo hacía evocar el rostro perfecto, de rasgos angelicales, que guardaba en las pupilas el generoso ofrecimiento. La misiva recién abierta pareció llenarse con la voz de notas armónicas, moduladas con cuidado por su autora, a quien el Barón recordaba vivamente. Seis años habían transcurrido ya desde que volviera de aquella expedición por más de medio continente americano. Desde entonces las horas transcurrían en su estudio, donde desmenuzaba notas y dibujos para armar los volúmenes con sus hallazgos científicos: todo acerca de la geografía, las plantas, los animales propios de esas tierras asombrosas. Descripciones detalladas de lo que la naturaleza prodigara en el vasto territorio del Nuevo Continente. Por otra parte, redactaba largas páginas a partir de sus observaciones sociales y políticas. Salía de ese retiro para intercambiar opiniones con otros estudiosos y, alguna vez, para despejar un poco la mente procurándose furtivos momentos de placer que, esperados con ansias, lo dejaban siempre insatisfecho pues lo remitían, lleno de nostalgia, a los ardores americanos.
Que la insurrección iniciada en el pueblo de Dolores cobraba una magnitud alarmante, decía doña Ignacia en las primeras páginas de la carta. En la mente de Alexander tomó forma una de las conversaciones sostenidas en París con el joven sudamericano Simón Bolívar, a quien rebatió cuando hablaron de la situación social allende el océano. No comparto su visión, declaró entonces ante los apasionados argumentos de Bolívar. De acuerdo con mis observaciones, si bien no se ama a España en sus colonias, me parece que hay un acuerdo tácito, una aceptación del poder proveniente de la Península. Tendrán que pasar muchos años antes de que aquella sociedad en cuya cúspide se encuentra gente abúlica, ociosa y, sin agravio de los presentes, ignorante en su mayoría, pueda encabezar un gobierno desligado de la estructura política que lo ha regido por tres centurias.
Recordó cómo había cortado pronto con aquella discusión, pues ese hombre que le resultó pueril, parecía acaparar la atención del joven ecuatoriano Carlos de Montúfar, que lo acompañaba desde Sudamérica hasta su regreso a Europa, incluyendo su expedición por la Nueva España y su visita al presidente Jefferson. También le desagradó la forma poco caballerosa en que Bolívar se expresó acerca de doña Ignacia Rodríguez: “agua se me hace la boca al rememorar sus apetecibles y alcanzables hermosuras…”.
Frente al testimonio de puño y letra de la dama, debía reconocer su error de apreciación y la razón de aquel joven, aunque ni él imaginase que el estallido tendría lugar en la Nueva España y no en los territorios sureños.
El Barón Von Humboldt evocó tan vivamente su estancia en aquellas tierras que le pareció regresar a esos días. ¡Cuántas maravillas naturales, qué paisajes llevaba grabados en la memoria, imágenes a las que su habilidad de dibujante no lograba honrar en toda su magnificencia! Y qué variedad infinita de animales, plantas y rocas había recolectado, junto con su compañero inseparable, Aimé Bonpland, mismos que todavía eran objeto de su estudio y clasificación. Pero quizá más valiosas que esos tesoros, las vivencias: glorias, peligros, encuentros invaluables, intriga… ahora, sentado en un confortable sillón frente a su escritorio, se le antojaba un sueño verse inmerso en la selva del Amazonas, cuidándose de las alimañas ponzoñosas y de los cazadores de cabezas, cuyos dardos venenosos pillaban, en silencio, a los intrusos. Le parecía escuchar su propio jadeo y el de sus acompañantes durante el ascenso a los imponentes volcanes del Ecuador, entre ellos el Chimborazo, hazaña que les valió a él, a Bonpland y a su desde entonces amado Carlos de Montúfar, la marca mundial de ascenso por haber sido los humanos que más se acercaron a la luna al alcanzar su cima. Después de ello, su encuentro con el Pacífico embravecido, a bordo de la fragata Orué, donde temió que, junto con sus vidas, se perdieran las notas, dibujos y muestras de sus hallazgos. En la Nueva España, el otro ascenso que lo marcó, no por su altura sino por la juventud del volcán: el Jorullo, nacido apenas cuarenta años antes de su visita, en medio de aquel valle fértil donde los habitantes le relataron la experiencia reciente de enfrentarse con la fuerza de la Naturaleza.
Una mañana, soleada y tranquila como eran la mayoría en ese valle, según anotara el relato de testigos a los que entrevistó, apareció en el centro del pueblo de La Presentación un forastero, un viejo de larga barba, vestido con un sayal tosco y sucio. Se paró frente a la iglesia y comenzó a dar grandes voces, alzando su cayado: ¡Pronto vendrá el fuego a destruir este lugar! Arrasará casas, siembras y bosques, hará huir a los animales, ¡acabará con la riqueza del hacendado Pimentel, en castigo por sus excesos, y con la tranquilidad de todos ustedes, que tendrán que emigrar en busca de nuevos hogares! Tras emitir la profecía, el viejo desapareció tan misteriosamente como había llegado. Quienes lo oyeron fueron a contarlo a sus vecinos y alguien se atrevió a decírselo al patrón de aquellas tierras, quien montó en cólera ante la superstición de sus jornaleros y trató inútilmente de hacerles ignorar tan absurdo presagio. Unas semanas después, justo el día de San Miguel Arcángel, cuando la rutina hacía olvidar el incidente, un brutal terremoto aterrorizó al pueblo. El suelo bajo la iglesia se abrió y partió el templo, varias casas se desplomaron, la gente que corría caía de bruces ante las sacudidas y una gruesa nube negra cubrió el sol. El aire, espeso, se impregnó de un olor insoportable. El cura arengó a los fieles a salir pronto del pueblo, huir con sus familias lejos de ahí, no detenerse a recuperar ninguna pertenencia. Muchos consiguieron salvarse; otros perecieron bajo techos y árboles o alcanzados por los ríos de lava que surgieron por todo el valle, en el que se abrieron bocas horrendas que vomitaban fuego. El agua de los ríos Cuitinga y San Pedro hervía, convertida en veneno sulfuroso.
Para Alexander, quien nunca deslindaba sus observaciones científicas de aspectos humanos, el relato de boca de testigos vivenciales causó una honda impresión. Así lo registró en su diario: “…la gran catástrofe de haber salido de tierra esta montaña, y mudado por consiguiente totalmente de aspecto un espacio de terreno considerable, es una de las revoluciones físicas más extraordinarias que nos presentan los anales de la historia de nuestro planeta”.
Ahora, el valle que circunda al volcán es aún más fértil, gracias a las cenizas, le había relatado unos meses después a doña Ignacia Rodríguez, durante su estancia en la Ciudad de México. La gente pudo volver y cultivar de nuevo sus parcelas, pero no ha perdido el temor a un nuevo castigo divino.
Doña Ignacia fue el nombre con que siempre se dirigió a ella. Le parecía, a más de difícil de pronunciar, una irreverencia llamarla Güera, como ella misma lo animaba a hacerlo. Recordó con afecto su bello rostro, su pícara expresión, su talento para escuchar y hacer sentir importante al interlocutor. Sin duda, la más grata compañía, un hallazgo entre aquella sociedad novohispana de doble moral, plagada de fatuidades que buscaban enmascarar la pobre cultura y la vulgaridad. Qué pena no haber sido capaz de aclararle la verdadera razón que le impedía merecer las atenciones y coqueterías de tan bella dama. No era el destinatario adecuado para esos ardores tropicales… la naturaleza le había destinado otros fuegos.
El Barón hizo a un lado la carta de la Güera Rodríguez; la respondería más tarde. Frente a él quedó otro sobre: cuentas de su banquero. Su querido Carlos de Montúfar se daba en la gran vida en Europa, abusando de su devoción… Bonpland había tratado de disuadirlo desde el principio de la relación con el hijo del noble sudamericano; con mucho tacto le sugirió primero, apasionadamente insistió luego en que era mala idea traer al jovencito al viejo continente, pero ¡qué sordo es el ser humano a las advertencias de quienes ven con más claridad!
Tal como desatendió el hacendado de Jorullo la profecía del forastero, no creyó el Barón Alexander Von Humboldt en la inminencia de la insurrección colonial; fue cándido al no percibir las intenciones de Thomas Jefferson que se negaba a devolverle sus mapas y también, un necio al no anticipar lo caro que le costaría el cariño del bello ecuatoriano.