Arrepentimiento

Con la cara enrojecida y el corazón latiendo a todo galope, se arrodilló en el confesionario.

Cabizbajo, encaminaba sus pasos por la calle de  Plateros. Los brazos exangües y la marcha pesada contradecían el uniforme militar con charreteras de oficial de alto rango, aunque un tanto descolorido y luidos los puños. Acababa de dejar, en la alacena de libros de sus amigos Antonio y Cristóbal de la Torre, los mayores tesoros de su biblioteca: los ejemplares de Rousseau y Voltaire que adquiriera secretamente durante sus tiempos de estudiante de San Idelfonso, a cambio de unas cuantas monedas para subsistir un mes más.

No se sentía capaz de volver a casa en ese momento, seguro de que al saludar a su mujer, la opresión bajo la pechera de su casaca se desharía en un llanto impropio pero inevitable. Decidió, mejor, ir a rezar un rato a San Francisco, a ver si el de Asís le transmitía algo de su espíritu de gozo en la pobreza.

Un grupo de gente salía del templo. Sus pensamientos lejanos impidieron que se ocupara de esas personas. El regocijo de los invitados al bautizo le era totalmente ajeno. Pero reparó en el elegante landó, rodeado ya por un puñado de chiquillos, que esperaba a los flamantes padrinos y, claro, el generoso bolo que tan ilustre personaje debería lanzarles. Porque no era la primera vez –ni sería la última— que el excelentísimo presidente, don Antonio López de Santa Anna apadrinara a un nuevo mejicano, aunque sí la primera vez para su nueva esposa, Dolores, quien con su vaporoso vestido de gasa de Chambery, parecía una niña que llevara en brazos a un muñeco, en lugar del recién bautizado.

La contemplación de esa belleza, el destituido general Melchor Múzquiz, alguna vez gobernador del Estado de México, luego presidente interino de la República, hizo que los recuerdos que venía masticando tristemente adquirieran el sabor amargo de la envidia.

Rememoraba el día en que tomara la decisión de abandonar sus estudios para unirse al ejército insurgente. Sabía entonces la enorme pena que causaría a su padre, el teniente realista Blas María de Eca y Múzquiz. Sin embargo, eligió traicionarlo a él y no al convencimiento de tener una misión: luchar por la libertad, la justicia y la igualdad de todos los habitantes de la tierra que debía nacer como país independiente. En su memoria apareció también la imagen de Iturbide entrando, triunfador, a la capital. No, entonces no experimentó ningún sentimiento mezquino; al contrario, le había parecido estar gozando junto con don Agustín de la meta alcanzada. Luego, recordó la faz de su querido comandante, Guadalupe Victoria, cuando para orgullo de todos, juraba cumplir fielmente con su encargo como Primer mandatario de la nueva República. Ese presidente, le había pedido que se hiciese cargo de la provincia más importante del país, cubriéndolo de satisfacción. Su veloz ascenso llegó al cenit la tarde en que Anastasio Bustamante lo nombrara presidente interino, depositando en él su confianza mientras partía a combatir el pronunciamiento de Santa Anna. Poco después se rompió el encanto: recibió la increíble noticia de que Bustamante y Santa Anna habían pactado entre ambos y con Gómez Pedraza, sin consultarlo, sin siquiera avisarle.

Todavía pasmado frente al carruaje presidencial, Múzquiz volvió a vivir su disgusto, su decepción. Recordó el día en que, cegado por la rabia, entró a Palacio Nacional y amonestó públicamente a Gómez Pedraza por usurpar la presidencia. Luego, su vergonzosa destitución del ejército. La desgracia. Sin embargo, su negativa a ceder, a actuar en contra de sus principios.

Ensimismado, no notó Melchor que algunos de los invitados al bautizo desviaban la mirada al cruzarse con él. Menos, el saludo casi imperceptible de otros ni el cuchicheo de las damas burlándose de su cabello despeinado, que dejaba al descubierto la calvicie. Pero volteó cuando los gritos de “¡bolo, padrino!”, subieron de tono, pues ya el lacayo, después de ayudar a la señora a ocupar su asiento en el coche, abría la puerta para su excelencia. Sus ojos, opacos y hundidos, se encontraron con la mirada brillantísima, alegre y cínica, del dictador.

-¡Vaya! –exclamó Santa Anna—. Quién dijera que esos harapos los porta alguien que ha sido general de división y mandatario de la República. ¡Qué indignidad! Agregue esto a sus pecados, si es que va a confesarse.

-No es por falta de dignidad, señor, sino de dinero por lo que no he podido arreglar mi uniforme –respondió Múzquiz, inflando el pecho—. Mas seguiré su consejo y confesaré al cura haber pecado de honesto; ser culpable de fidelidad a mis principios –declaró.

Con la cara enrojecida y el corazón latiendo a todo galope, se arrodilló en el confesionario. Tras el saludo ritual a través de la ventanilla velada, su pecho estalló:

-Padre, me acuso de estar poseído por la envidia, el odio y los celos; quisiera ver muerto a mi enemigo… y sueño con tomar su lugar.

-Arrepiéntete, hijo.

-Me arrepiento, sí, de no tener la astucia de otros mejicanos, de ser un ingenuo que dejó pasar la oportunidad de enriquecer, de ganar poder e importancia… de no conseguir que mi nombre sea recordado por generaciones.

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