El paquete

El peso sobre mis hombros, la opresión en el pecho, volaron con ellos.

Me los dio Mi Jefa.   El primer regalo que recibía de Ella después de velarle el pensamiento todos los días, desde el amanecer hasta la madrugada, de lunes a domingo, a partir del día en que me contrató.

Recuerdo bien nuestro primer encuentro.  Me había llamado El Dr. López: “Ya está, Gonzalo, ve a verla el lunes a las 5.30, te va a dar la chamba”.  Llegué media hora antes, con mi mejor traje; el nudo de la corbata molestaba más que nunca, por los nervios.  La Licenciada se portó de lujo: amable, cordial, me hizo sentir como si hubiera estado esperándome toda la vida.  Ella es así; te mira a los ojos de una manera… Y cuando sonríe, abarca todo el espacio.

Entré motivadísimo.  “No se va a arrepentir nunca de haberme dado la oportunidad”, pensé.   Organizaba su agenda, filtraba sus llamadas y a las personas que venían a verla, para dejarle sólo lo importante y no llenar su tiempo con tonterías.  Aun a los muchachos y chicas de la oficina, los tenía amenazadísimos; nadie debía molestarla sin consultar conmigo su asunto.  Atendía con cuidado su correspondencia; me preocupaba también por su salud y su estado de ánimo.  Ponía a diario una rosa nueva en su escritorio.  Ella la tomaba con la naturalidad de quien todo merece, de reina acostumbrada a vivir rodeada de halagos.

Yo observaba a todo el mundo, hasta convertirme en una especie de detective privado, un vigilante suspicaz de cualquiera que tuviese relación con Ella –de trabajo y hasta personal— para poder sugerirle mi opinión o alertarla acerca de posibles enemigos.   Nada ni nadie escapaba a mi análisis: sabía quiénes la adulaban falsamente, en quién podía confiar, y también quiénes la deseaban.  Detecté, desde el primer momento, cómo empezó a mirar al director de administración, y presentí peligro cuando apareció aquel supuesto amigo de la infancia, con quien tuvo algunos encuentros furtivos.  El tipo sacó los permisos que dañaron la imagen de Mi Jefa y peor, le granjearon la despechada enemistad de Gabriel, el de administración.

Comencé a acompañarla a las reuniones de su partido.  “Para que te fijes, Gonzalo, tú que eres observador, si me ven con cara de candidata”, me dijo.  El partido no me gustaba; hasta entonces, yo había sido un furioso detractor de sus  prácticas y de muchos de sus personajes.  Al comienzo, le daba mis puntos de vista sobre tal o cual tema, sustentados sobre ideas muy diversas a las suyas.   Pero poco a poco lo que fueran mis principios se desdibujaban, se hacían borrosos y se subordinaban a mi nuevo credo: Ella, Mi Jefa, la Licenciada.

Fuera de la oficina, mantenía el teléfono celular siempre encendido y a la mano, por si me necesitaba, con el oculto deseo de escuchar su voz, cualquier día, llamando sólo para saludarme, para invitarme un café o una copa, para decir “Estaba pensando en ti…”, igual que a mí me era imposible quitarla de la mente.  ¡Qué esperanzas!  En la cabeza y en el corazón de la Licenciada sólo cabían su carrera, la candidatura, la estrategia de campaña, los rivales, los apoyos.  Yo no era más que un engranaje, igual de prescindible que cualquiera de sus demás colaboradores.

Finalmente lo consiguió: la citaron en la sede del partido.  La acompañé, como de costumbre.   ¡Vaya ceremonia!   El presidium parecía un altar.  No sé si era mi imaginación, pero el ambiente olía a incienso.  En vez de sonreír, las edecanes, muy serias, miraban hacia arriba y hablando despacio, en voz baja, como si estuvieran en un templo, indicaban a cada quien el lugar que le correspondía ocupar.  A la Licenciada la sentaron en la primera sección, sin darle mayores explicaciones.  Sonrió satisfecha, presintiendo estar entre los elegidos.  Como siempre, su sonrisa inflamó mi corazón.   No me importó ya la manera despectiva con que la edecán me envió hasta atrás, a la sección de los achichincles.  Agradecí que me permitieran quedarme a presenciar la ceremonia, seguramente crucial en la carrera de mi Jefa.

La música, las palabras del dirigente, convertido en sumo sacerdote, fueron elevando los espíritus.  Noté lágrimas limpiadas con discreción, en los ojos del gobernador.  Y el estremecimiento mal disimulado del doctor López, cuando tocaron los primeros acordes del Himno Nacional.

¡Qué orgullo cuando, levantando la mano derecha, la Licenciada juró ser fiel a los principios del partido!  Ella y los demás elegidos, se comprometieron a luchar sin descanso por la gente, por el país.    Hubiera querido estar a su lado, para ser el primero en abrazarla.  Pero tuve que permanecer allá, en el fondo del auditorio, mirando desde lejos su expresión triunfante; viéndola recibir abrazos y elogios de sus compañeros de partido.  Fue difícil acercarme después, cuando me hizo la seña, para despojarse del paquete que le había entregado el dirigente.  Allí dentro estaba este par de tenis blancos.

Salimos por fin.  “En el coche, los dos solos, podré intercambiar opiniones y emociones con Ella”, había imaginado.  Sin embargo, Mi Jefa aprovechó todo el trayecto para dar la noticia por el teléfono celular.  La información cundió más rápido que la luz.  En la oficina ya la esperaba mucha gente para felicitarla, ponerse a sus órdenes, pedirle tal o cual puesto.  Ella crecía minuto a minuto, dificultándome mirarla a los ojos sin doblar dolorosamente el cuello para verla hacia arriba.  En cambio, Ella no volteaba hacia abajo; me había vuelto invisible para la Licenciada.

Se acercaba el día de abandonar la oficina para partir a la campaña.  Preparé cuidadosamente la entrega: informes, auditoría, inventarios.  Todo en riguroso orden.  Mi Jefa sabía que así lo haría; no necesitaba pedírmelo ni agradecerlo.  Ella requería poner toda su concentración en el futuro.   Sólo me atreví a molestarla para preguntarle acerca del paquete, el cual permanecía sobre la cómoda desde el día de la ceremonia.  “Llévate esos tenis ridículos, Gonzalo, úsalos tú, guárdalos como recuerdo o tíralos a la basura.  Lo que quieras.  No calzaría algo tan corriente y ni siquiera son de mi número.  Ya me compraré unos Nike, por si tengo que ponérmelos cuando aparezcan los del partido”.   En ese momento, sin tocar la puerta, entró un fulano a quien yo nunca había visto.  Iba a sacarlo cuando Ella se levantó, con la sonrisa inmensa de las ocasiones especiales, y prácticamente se echó en sus brazos.  “¿Lista para comenzar la guerra?”, le preguntó el tipo.  Y sin esperar respuesta, prosiguió: “Aquí traigo ya la lista del equipo de campaña”.   Entonces Mi Jefa recordó mi presencia sólo para decirme: “Gonzalo, déjanos”.

Permanecí afuera.  Me llamaría en cualquier momento.

“Hasta mañana”, repetí varias veces, contestando a la misma frase pronunciada por cada uno de los muchachos y chicas de la oficina.  Sólo quedaba Mari, a quien le tocó la guardia.  Pero a las ocho se despidió, “mejor váyase también a descansar, licenciado”, me dijo con mucha conmiseración en el tono de voz y en los ojos.  “Voy a esperar a Mi Jefa”, aclaré.

El clic de la puerta y la risa de Ella me hicieron saltar.  Quizás me había quedado dormido.  Salieron abrazados, entre comentarios y risas.  “Vamos por una copa”, escuché al tipo.  La Licenciada volteó hacia mí.  Muy erguido, esperando ser llamado, escuché: “Cierra y apaga las luces antes de irte”, y volvió a meterse bajo aquel brazo.

Con el paquete pegado al pecho, salí a la calle, muy despacio.  Me senté en una banca, en la parada del autobús.  En el acrílico de la caseta, mezclado con los colores del afiche publicitario del partido, vi mi rostro deforme.   Molesto ante la imagen, que resultaba la de un payaso triste, abrí el paquete, todavía en mi regazo.   Saqué los tenis; los uní, atando las agujetas, y me puse a jugar con ellos, como si fueran pelotas.

De la rocola en la fonda de la esquina salía una canción ranchera, Ando volando bajo…  Los tenis seguían girando en el aire, impulsados en las palmas de mis manos, en pequeños saltos, como si tuvieran vida propia.  Ya ni llorar es bueno, cantaba con mucho sentimiento aquella voz que parecía salirme del alma.  De nuevo vi mi reflejo.  “¿Cuándo me convertí en payaso?”, me pregunté.

Mal haya quien dijo miedo… se oía ahora otra canción.

Me puse de pie.  Así uno de los zapatos y comencé a hacer girar el otro con fuerza.  Zumbaba.  Impulsé hacia arriba y solté.  Subieron como helicóptero hasta atorarse en el cable de luz.  La inercia los ató al grueso alambre.

El peso sobre mis hombros, la opresión en el pecho, volaron con ellos.  Me sentí ligero, ágil, libre.  Que la chancla que yo tiro, fue la última frase que distinguí antes de que los silbantes frenos del autobús se impusieran sobre la música.

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