Entre cuatro paredes

Al principio la enjundia y la sorpresa sumaron victorias a mi recién estrenado apellido.

Por fin tendrá paz mi alma, eternamente desconocida por su nombre verdadero: José Miguel Ramón Adaucto Fernández y Félix, nacido en Nueva Vizcaya hacia finales del siglo XVIII, huérfano a quien los vaivenes de la vida convirtieron en otro: un héroe fugaz con un nombre que me inventé, embriagado de gloria por haber hecho posible la entrada de mis compañeros de armas a la ciudad de Oaxaca. Guadalupe Victoria… ¡vaya nombre de comediante de opereta! Llamado de esa manera combatí, goberné y entré en un ataúd aquí, en esta sólida construcción donde se me sentenció a vagar por siempre. Un buen lugar por la cercanía con Nappatecuhtli, el Señor de los cuatro rumbos, como se llamaba el Cofre de Perote, volcán de la cabeza cuadrada cuyo interior fue mi albergue durante los tiempos más difíciles de mi azarosa vida. ¡Pobre montaña! Sagrada para nuestros antepasados; los conquistadores la degradaron: pasó de dios a baúl, bajo el mote de cofre del gigantón mesonero Pedro de Anzures, que se hizo rico dando hospedaje y alimento a los viajeros en este paso obligado desde el puerto hacia la capital de la Colonia.

Recuerdo cómo me hice huésped de sus entrañas. El Congreso de Chilpancingo, encabezado por el generalísimo Morelos, me nombró general brigadier y me asignó el mando de una división del Ejército Insurgente, destinada a combatir en Veracruz. Se trataba de una responsabilidad enorme: detener el flujo de tropas, armas y víveres que llegaran al puerto, minando la fuerza de los realistas.

Al principio la enjundia y la sorpresa sumaron victorias a mi recién estrenado apellido. Controlamos el Puente del Rey, cortando el paso de Veracruz a Xalapa. Pero el virrey envió refuerzos y, al poco tiempo, los realistas recuperaron el puente y tuvimos que dispersarnos. Uno de mis hombres, nativo de la región, ofreció conducirme a las grutas del sotomonte.

–Mi padre es un tlamatine –me explicó—. Se encarga de hacer ceremonias para controlar el tiempo, para que el Señor que habita la montaña de las cuatro paredes no arruine las siembras con pocas o demasiadas lluvias. Trataré de convencerlo de que nos permita ocultarnos en la cueva que llaman “lugar de encanto”.

Lo seguí hasta una choza muy pobre que se erigía al pie del volcán. No sé cómo persuadió al padre, pues hablaban en su lengua, de llevarnos al interior de aquella gruta sagrada. Allí había unas trojes de hielo a las que llamó “neverías”.

–Mire, general, dice mi papá que estas cuatro ollas pertenecen a los dioses antiguos: una llena de granizo, otra de relámpagos, una más con truenos, y la última con nubes. Éste es el respiradero de la montaña. Por eso se convirtió en el lugar donde se pide al Señor que se apiade de los vecinos de Xocotepec y Xico.

Quizás se tratara de supersticiones, pero en esa cueva me sentía a salvo; me embargaba una sensación de paz que no hallé nunca en otra parte. Por eso volví allí cada que la suerte me abandonaba, cuando mis enemigos me perseguían…sobre todo el peor de ellos: el mal que se introducía en mi mente y me provocaba los terribles ataques, los relámpagos que se apoderaban de mi espíritu y me hacían convulsionar como un poseído por el demonio. Dentro de ese santuario nunca me atacaron: la naturaleza me protegía e incluía en su equilibrio. De mil amores habría cambiado el Palacio Nacional por ese sitio pacífico durante el breve tiempo en que porté la banda presidencial a la que muchos aspiraban, especialmente mis supuestos aliados, el vicepresidente, Nicolás Bravo, y el general Santa Anna, que tanto se encariñó con ella.

La gratitud y el afecto me ligaron a estos lares. Por ello fundé en el antiguo fuerte el Colegio Militar: deseaba cambiar el destino lúgubre del edificio con la inyección de juventud de los muchachos que se preparaban para defensores de nuestra recién nacida república.

Aquí me condujeron, junto con mi adorada esposa María Antonia, cuando ya la enfermedad no me permitía llevar una vida decente en mi hacienda de San Joaquín del Jobo. Tonchita tenía la esperanza de que los médicos militares hallaran una cura que me permitiera gozar unos años con ella, mi recién casada. Mas las cartas se habían echado, no era mi destino la tranquilidad ni en el hogar ni en la política, ni siquiera después de la muerte, pues aquí sigue mi ánima penando, incapaz de cruzar la llanura y volver al volcán.

Conmigo, fortificado entre estos sólidos muros, permanece también el grupo informe compuesto lo mismo por fantasmas de trabajadores indígenas, los que dejaron su energía durante la construcción de estas catorce hectáreas pétreas, que piratas e invasores prisioneros, soldados y cadetes y hasta algún capellán que aquí exhaló el último aliento.

De entre todos mis compañeros busco la charla del coronel don Pedro Fages, gobernador de California durante tiempos coloniales, que por azares de la suerte vino a fallecer también entre estos muros. Me gusta su sentido del humor que ha llegado a contagiarme. Con él y con el comandante Mendoza, el que encabezó el levantamiento de la guarnición del fuerte en contra de don Benito Juárez, que deseaba reelegirse, formamos un trío de elite y sobrellevamos la muerte lo mejor posible. Como chiquillos, haciendo creer que somos los legendarios centinelas Juan de Ferrer y Jaime Castells, cuyas efigies flanquean la entrada del castillo, nos hemos divertido por décadas haciendo más aterradora la estancia de prisioneros y custodios. Es increíble ver llorar de miedo a hoscos militares, a condenados a muerte y a peligrosos asesinos y violadores.

Engañamos aun a médiums y chamanes que vienen a tratar de dialogar con nosotros y con los demás espíritus que por aquí rondan. Logramos asustarlos tanto, que han jurado que los espíritus atrapados aquí poseen ligas con fuerzas malignas.

Pero ahora que el fuerte ha dejado de ser cárcel para convertirse, según dicen, en museo, poca diversión nos queda. Don Pedro ha perdido la inventiva; Mendoza la pasa durmiendo y yo he vuelto a mi antigua depresión; repaso tristemente la historia del país al que aposté tantas veces mi vida, el que una vez creí que me amaría bajo el apelativo, gloriosamente adornado, de su devoción favorita. He llegado a envidiar al traidor Santa Anna y al ambicioso Iturbide cuyos recuerdos no se perdieron. En esos momentos tristes pienso en el Señor de los cuatro rumbos y sufro. Cuánto daría por volver a su interior, aprender de su paz y su manera de resignarse a no conservar ni el nombre, a no ocupar un lugar importante en el imaginario de un país donde no se reconocen la honestidad ni la buena voluntad.

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