Flores para la novia

Mientras tanto, Popocatl y sus hombres avanzaban hacia el sur. No faltaron en su camino zozobras y reveses.

El alboroto de los cenzontles antes de guarecerse en sus nidos ocultaba la despedida de los amantes. Volveré victorioso y tu padre deberá cumplir su palabra: serás mi esposa y nadie podrá separarnos, le decía él. Tengo miedo, confesó ella. Creo que la agitación de estos días en las aguas del lago constituyen un mal presagio… Algo trama mi padre, sólo se está dando tiempo para poner nuevas trabas a nuestra unión; quiere utilizarme para alguna alianza provechosa. No lo dudo, pero jamás permitiré que te entreguen a otro, declaró el guerrero. Y sobre las aguas agitadas, no debes preocuparte, se habrá abierto un nuevo manantial en el fondo.

En cuanto la primera claridad en el horizonte anunció el viaje diario de Tonatiuh, Popocatl partió, al frente de un puñado de guerreros, tras una empresa que se antojaba imposible: vencer al pueblo de las nubes y hacerlo tributario de su tlatoani.

La hija del monarca se negó desde ese día a salir de su casa. Pasaba el día en el telar, tejiendo los mantos de bodas. Mandó traer las más finas plumas y piedras de jade y turquesa para decorarlos.

Las lunas se sucedían sin noticias de su amado.

Mientras tanto, Popocatl y sus hombres avanzaban hacia el sur. No faltaron en su camino zozobras y reveses. Vencieron fieras, alimañas y ladrones. Se guarecieron de tormentas y estuvieron a punto de ser aprendidos por vigías enemigos. Pero sortearon los peligros y llegaron a las tierras de aquel pueblo orgulloso que decía provenir de las nubes, como lluvia.

El guerrero quedó embelesado ante la visión que se extendía frente a sus ojos: no había en el Anáhuac un cielo de tan intenso azul y tampoco había visto árboles como aquellos, con las ramas cuajadas de flores blanquísimas que cubrían las montañas. Sintió pena por no poder compartir tanta belleza con su prometida. Cuando haya vencido, haré llevar árboles de estos para que use las flores en su atuendo de bodas. Las estrellas estarán celosas de su hermosura, se dijo.

La guerra comenzó. Los de las nubes peleaban con bravura, pero los de Popocatl: hombres-águila y hombres-jaguar, expertos e incansables, avanzaban con éxito. En cada combate su dirigente crecía, se multiplicaba, les contagiaba una pasión que parecía inoculada por los dioses. No sabían que lo guiaba una imagen, un sueño: su amada, en el lecho nupcial, cubierta solamente por las blancas flores del cazahuate.

Finalmente, los del centro vencieron; volverían llenos de gloria. Al comandante de los triunfadores le urgía emprender el camino de regreso para recibir el ansiado premio: casarse con la hija del tlatoani. Llevaría a su suegro muchos prisioneros para alimentar al dios con sus corazones; irían cargados de oro, maderas y plumas finas, mantas de suave algodón profusamente bordadas, chapulines de intenso sabor, miel de agave y chiles de colores. Algunos de sus guerreros llevaban consigo mujeres de turgentes pechos descubiertos. Él, para su novia, hacía portar doscientos árboles de cazahuate en flor.

Con tanta carga, aquella caravana avanzaba lentamente. Popocatl desesperaba, pero de nada servían gritos y latigazos, no era posible acelerar la marcha. Había enviado noticia de su éxito con un mensajero que llegó a la capital del imperio casi una estación antes que el contingente; ya en la corte se dudaba de la veracidad de aquella primicia.

La princesa, ansiosa, pasaba días y noches con la vista en el horizonte, esperando la aparición de su prometido.

Al tlatoani lo embargaba la contradicción: por una parte, le urgía recibir gloria y tributo por aquella conquista tanto tiempo esperada; por otro, su corazón de padre albergaba el oculto deseo de que aquel guerrero no consiguiera arrebatarle a Izta, su hija predilecta. Envió a un espía para saber qué tan cerca se encontraban Popocatl y sus hombres. El emisario confirmó: en menos de una semana estarán aquí.

El soberano tramó un plan: furtivamente, haría beber a Izta la pócima de la falsa muerte. Fingiría sepultar su cuerpo y la ocultaría por un tiempo; mientras tanto, daría a Popocatl cualquier otra doncella, ardiente y hermosa para que olvidase a su hija.

Al día siguiente, el cuerpo de la princesa, ricamente ataviado, yacía en el salón del palacio de su padre. Las plañideras cumplían ruidosamente su función, formando un triste concierto con las caracolas. El aroma del copal se mezclaba con las diversas flores que rodeaban el lecho de la virgen sin vida. En eso, el sonido de los teponaztli se impuso sobre las notas dolorosas. Los vítores se confundieron con los sollozos: la columna triunfal entraba a la ciudad. En cuanto pudo abrirse camino entre la gente, Popocatl se precipitó al palacio, incrédulo ante el rumor que acababa de escuchar. No podían los dioses castigar su hazaña arrancándole a su amada, la inspiración que hizo posible ganar la guerra. Muy a su pesar, la realidad le saltó a la cara. Al comprobar la tragedia cayó de rodillas ante el cuerpo inerte de su prometida. Palideció hasta parecer también un cadáver; luego, lleno de ira, enrojeció tanto que parecía un hombre de fuego. Se quedó ahí, petrificado, echando humo y dispuesto a no separarse de ella hasta sepultarla. Su lugarteniente hizo traer las más lozanas flores de cazahuate como ofrenda y rodear el palacio con los árboles.

En la madrugada, la tierra, sacudiéndose violentamente, despertó al pueblo entero. Los tecolotes ululaban, los grillos chirriaban y los tepexcuincles ladraban sin medida. Se alcanzaba a escuchar el aullido de los coyotes y hasta el rugido de algún jaguar. Las mujeres apretaban a sus hijos contra el pecho; los ayes de las viejas hacían enfadar a los jóvenes que trataban de mostrar valor a pesar del pánico que el enojo de los dioses les provocaba.

Cuando el terremoto cesó, el panorama de la destrucción cubría la ciudad; quienes podían moverse buscaban a sus seres queridos, con la esperanza de hallarlos salvos, rogando que hubiesen encontrado un sitio donde salir ilesos de la furia de los dioses. Muchos habían perecido, cubiertos por los escombros de las casas derruidas.

El cielo ennegrecido se iluminaba intermitentemente por relámpagos. La tierra crujió como nunca antes se oyera. Hombres y animales huyeron despavoridos. Las piedras que formaban el palacio se derrumbaron y, en su lugar, comenzaron a emerger dos grandes montañas: una conservaba la forma de la princesa yacente; cubría sus curvas con la blancura del cazahuate. La otra lanzaba fuego, de su cumbre surgían rocas incandescentes y ríos de lava que corrían sembrando muerte.

Unos cuantos sobrevivieron y contaron la historia de esos eternos amantes.

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