Zarpamos del puerto de la terminal bananera de Quepos antes del amanecer del primero de agosto. Todo de acuerdo a lo planeado: inauguraremos la ruta perfecta para hacer llegar a los gringos el polvo blanco que cada vez demandan más. La moda va en aumento, por suerte, entre los más ricachones: la usan los universitarios para estudiar mejor; las estrellas de Hollywood, que en sus fiestas intercalan alcohol y cocaína… así se amanecen y la siguen días completos disfrutando en grande. Llega a los políticos y empresarios, para aguantar sus jornadas de giras, reuniones, discursos, sin pestañear. Nohmbre, si los viejos se las sabían de todas todas, dicen que los antiguos incas, allá en el Perú, no vivían sin mascar las hojas o beber infusiones de coca. Para ellos era fácil, la cortaban de sus jardines. Ahora, gracias a los científicos, la potencia de esa planta se multiplicó… y por suerte para nosotros, su valor también. La sabiduría de los peruanos adoptada por los productores colombianos, y el ingenio nuestro para mover las mercancías burlando a los chotas de aquí y allá, nos han conseguido muchos, muchos dólares. Algún día se va a vender en cualquier farmacia, dicen unos, pero ojalá no sea así, porque lo que a mí me gusta es la emoción, la adrenalina. Por eso dejé la escuela… ¿cuándo iba a ganar, con un pinche título de contador, el billete que me pagan acá? ¡Y no hablemos de los días de bostezo que me esperaban! Nohmbre, esto es vida: ganar lana en carretadas mientras vives aventuras increíbles. De vez en cuando me toca hacer chambitas de contador, para que no se me seque la caja de las ideas… pero no cualquiera tiene cabeza y agallas para estar burlando vigilancia, pasando aduanas. Hay que planear cada detalle como si fuese una operación de guerra; el más mínimo error cuesta mucho dinero, te manda tras las rejas o lo pagas con el pellejo.
El nuevo plan de mi patrón me tiene entusiasmado: compró este submarino japonés de los que usaron en la guerra, que tiene un mecanismo chingón: no lo detectan los radares, se nota menos que una anémona. Además, carga muchos bultos de polvo, todos disfrazados. Los recibimos en cajas de bananas y, durante el trayecto bajo el agua los iremos cambiando de envase: unos en hieleras, simulando pedazos congelados de pez vela. Otros, en tambos de gasolina y latas de aceite; algunos más, disfrazados de chalecos salvavidas.
Vamos a hacer la entrega mañana en la Isla Socorro; emergeremos a unos metros del muelle de la bahía, donde nos encontraremos con los gringos. Ellos vienen en un velero grandote, de esos de lujo, como si anduvieran de paseo. Entre su tripulación subieron dos de los nuestros, para asegurarle al patrón que no haya broncas ni pitazos en la escala en Rosarito ni al desembarcar la mercancía del otro lado. Así está planeada esta nueva ruta, pensada desde que, por el lado del Atlántico, se pusieron muy perras las patrullas.
Acá por el Pacífico hay menos vigilancia. Y como las islas Revillagigedo dependen del gobierno de Colima, que es un estado chiquillo y pobretón, no alcanza el presupuesto para cuidar allá. Los gringos tampoco se ocupan mucho de esas islas desiertas, que apenas son conocidas por algunos científicos locos.
Dijo mi patrón: “vamos a comerle el mandado a los del Golfo, aquí, despacito, pacíficamente como el nombre del mar, les vamos a dar en la madre a aquellos compas”.
Con todo y la chamba de empaque y las manos de dominó que nos echamos después de comer, se me hacen largas las horas para salir a la superficie. A mí que soy culiche me hace falta el sol, en esta lata me siento ahogado, como que no respiro a gusto.
—Vamos a jalar una rayita, quién va a notar unos gramos menos en todo este polvo –propone el Enclenque.
—¡No mames, güey! —responde el Pollo, que está cambiando su nombre a Capi, porque es el que aprendió a pilotear esta cosa—. Sabes que es lo más prohibido. Si se entera el patrón nos manda cortar en pedacitos.
Nos acaba convenciendo; los otros no necesitan mucho verbo para caer en la tentación, a mí porque cada vez me falta más el aire y me juran que me voy a sentir como en la playa. Así que agarramos unas cucharadas de polvo y nos lo metemos. ¡Qué agasajo! De inmediato me siento el amo del mundo.
Ya con la mente en las nubes no damos importancia a la primera sacudida; le mentamos la madre al mar por tirar las fichas de dominó. Pero luego viene otra, acompañada de un ruido que parece una bomba. La nave se zangolotea como juego de feria.
—¡Todos a sus puestos! ¡Prepárense para emerger! –nos ordena el Capi.
—Nos va a llevar la fregada –masculla el Enclenque.
Pierdo la noción de arriba y abajo, el mar parece jugar con nosotros como pelota en cancha de futbol.
Por fin veo por una escotilla algo parecido a un rayo de sol entre nubes y espuma. La emoción se me atora en la garganta como cuando era niño.
—¡No nos morimos! ¡No nos tragó el mar! –exclamo, emocionadísimo.
Me pego al vidrio opaco para tratar de distinguir algo más.
—No sé qué está pasando –confiesa el Capi—. Pero el punto de encuentro está cerca. Trataremos de acercarnos y localizar a los gringos.
Desde mi observatorio alcanzo a distinguir, a lo lejos, lo que podría ser una vela oscilante, que están arreando. De pronto un enorme chorro se eleva desde el agua. Parece la columna de un monumento de gigantes. El ruido, similar al del vapor que sale de una olla, es tan intenso que se escucha dentro del submarino sellado.
—¡No contestan! –grita desesperado el Tirantes, que insiste en la radio –. A ver, güey, tú que le mascas al inglés ven p’acá.
—Vamos a sumergirnos de nuevo, dice el Capi—. Esta cosa se estabiliza mejor en lo profundo.
Otro tirón nos hace caer. El Capi se golpea la cabeza con una de las palancas de mando y queda inconsciente. Trato de acercarme a él para ayudarlo, pero no logro equilibrarme.
Un trancazo brutal es lo último que recuerdo de esos momentos espantosos a bordo. Luego, tengo imágenes borrosas de burbujas, de mi papá enseñándome a salir de las olas en Mazatlán, oigo su voz diciendo: “lo principal es no abrir la boca, chamaco, no tragar agua y no cansarse a lo tarugo. El mar siempre te saca”.
Picazón en la garganta y ganas de vomitar me hacen abrir los ojos. Palmeo el suelo… arena. Más tos. No es solo la sal, hay mucho humo. Me incorporo y me siento. Trato de organizar mi mente, ver qué hay alrededor. Un ruido como de explosión me hace voltear. Muy cerca se eleva una columna roja. Recuerdo la que vi desde el submarino. Me pasan cerca piedras rojas, disparadas. ¿Es posible? ¡Nohmbre! ¿Un volcán?… ¡Pinche suerte, le atinamos a la erupción de un volcán en las islas!
Necesito caminar. Alejarme de las olas embravecidas que cada vez llegan más cerca. Buscar donde protegerme de las piedras voladoras. Arranco un jirón de lo que me queda de ropa para cubrirme la nariz del humo picante. Antes que nada, debo encontrar agua dulce.
A punto de emprender la marcha, algo choca con mis pies, traído por la última ola: un pedazo de lámina. Lo reconozco, es del submarino. Las siguientes olas me traen más despojos: dos bananas negras y aplastadas… las que cubrían las cajas originales de merca. Tras ellas nadan hacia mí, como patitos en busca de la pata, varios bultos. Ilesos como yo. Sobrevivientes de la tragedia, serán mi capital. Con ellos comenzaré de nuevo.
Volteo hacia el volcán, ahora esos estallidos de lava ardiente me parecen cohetes, luces de fiesta que me auguran un futuro millonario.