¿Recibiste carta?, pregunta la señora a su sobrina, en cuanto la joven cruza la puerta de su hogar, situado en los altos de la señorial casona de Santo Domingo esquina con Cocheras; residencia dedicada hasta hace poco a la formación de inquisidores. María Luisa Vicario no emite palabra, pero baja la mirada y niega con la cabeza. ¡Qué infeliz!, exclama doña Leona. Con tantos problemas y hasta allá, quizás es imposible o…, balbucea la visitante. ¡No lo defiendas!, el que quiere, puede, así tenga al mundo entero en contra: yo doy fe, sentencia la tía interrumpiendo la pobre argumentación de la joven a favor de su amado Antonio. Ojalá todos los hombres fueran como mi tío Andrés, tan enamorado que aún dedica cartas y poemas, desea Ana María en voz alta. Admira con verdadera devoción a su tía Leona: es la mujer más inteligente y valerosa que conoce; capaz de mantener a su marido, el célebre jurisconsulto, rendido a sus pies. Quizás por ese deseo de parecerse a ella se ha enamorado del general Santa Anna, el inquilino y amigo de sus tíos, ahora levantado en armas contra el emperador y atrincherado allá en su natal Jalapa. O tal vez por las chispas de deseo que al militar le salen de los ojos color charco; por lo atrevido de sus manos que encuentran siempre un botón fácil de abrir o por sus promesas de aventura eterna.
Para el amor, como para la libertad, la palabra es el mejor alimento, asegura la dama mientras sorbe con cuidado la espuma del chocolate que la sirvienta le acerca. Sin ella, no habríamos atraído a tantos al movimiento independiente y yo no hubiese arriesgado todo por Andrés, que me conquistó con sus frases seductoras. Bueno, también las acciones cuentan tía… y la suerte… ¿Cómo habrías conseguido escapar del convento de las Mochas si no? La mujer de Andrés Quintana Roo sonrió al recordar aquella fuga.
El sereno anunció las siete de la noche. Un aguacero primaveral había mojado apenas las calles, haciendo elevarse vapores fétidos hasta la ventanilla rectangular de la celda en donde Leona permanecía encerrada desde dos meses atrás, cuando sus actividades en contra del virrey Venegas fueron descubiertas y su tío Pomposo, enfurecido, fue a sacarla de su casa de Tacuba, convertida en sede de la conspiración. ¿Qué clase de padre adoptivo es usted, tío, que delata mi paradero y me entrega a mis enemigos? ¿El monstruo insensible que me negó la gloria de convertirme en la señora de Quintana Roo? No hago más que protegerte, a ti y a tu herencia que insistes en dilapidar, enloquecida por tus pasiones… ¡maldigo el día en que abrí la puerta de mi casa a ese abogaducho que te envenenó la cabeza!, respondió el tutor de Leona Vicario. No culpe a Andrés de nada; estaría del lado de la libertad aunque él no existiera, aseguró la joven, mientras una furia felina hacía resplandecer sus ojos, esos ojos que asomaban con dificultad por la angosta ranura, en espera de la señal de sus compañeros.
Por fin, después de una tarde lluviosa que le pareció eterna, la prisionera percibió el sonido de los cascos de una mula y el acento de su primo Manuel, que reconocía a pesar de su disfraz de vendedor de pulque y su cara tiznada para ocultar la piel blanca. Cinco golpes de aldaba comprobaron la identidad de su salvador. El portero abrió la ventanilla para pedir discreción: las monjas lo matarían si supiesen que no era capaz de prescindir de aquella bebida. ¡Menos ruido, ya voy!, ordenó con voz sorda, mientras entreabría el portón para intercambiar jarras: la de la víspera, de dónde colgaba una bolsa con dos monedas, por otra, rebosante del jugo fermentado. Manuel se apresuró a introducir un garrote para mantener la puerta abierta. El amo le ha enviado un barril completo, como obsequio por ser uno de sus mejores clientes, dijo el falso pulquero, fingiendo el inconfundible acento de los mulatos. El bebedor cayó en la trampa. ¡Hombre, qué amable!, y dio paso a la mula con todo y la preciada carga. El espacio bastó para que Manuel ingresara al recinto, tumbara al portero de un garrotazo en la nuca e hiciera salir del barril y diera la señal a Juan, disfrazado de monja, para que ingresara al edificio a sacar a Leona. Ella estaba preparada: se había pintado de negro cara, manos y pies descalzos, atado a la cabeza una pañoleta a la manera de las mujeres de color y dirigía sus pasos sigilosos hacia el patio. Mientras los tres se reunían, Manuel se encargó de bañar al portero con suficiente pulque para que no se atreviera a dar la alarma sin delatarse y, en señal de buena voluntad, le dejó una jarra llena al lado; así podría consolarse, ahogar el remordimiento y olvidar el mal rato.
La pareja de negros, llevando a lomo de mula la imprenta que permitía al grupo de Los Guadalupes multiplicar sus ideas y comunicados a través de la palabra, escrita en El Ilustrador Nacional, salió de la Ciudad de México esa noche, para seguir los pasos de don Andrés Quintana Roo, quien esperaba con ansia a su adorada Leona. Juntos siguieron a José María Morelos hasta que los realistas lo capturaron en Chilpancingo. Andrés y Leona, ya embarazada, lograron huir y se dirigieron a Tlalpujahua para unirse al regimiento que debería continuar la insurgencia. Allá, en el interior de una antigua mina, nació su hija Genoveva. Unos minutos antes, para evitar que su futura ahijada naciese fuera de matrimonio, el comandante López Rayón los declaró legalmente unidos, bajo las leyes del amor y de la guerra.
Tienes razón. Primero, la voluntad y la certeza de lo que se persigue; luego su instrumento: la palabra. Pero no descartaré la suerte; tampoco el oro. Invertí buena parte de mi herencia en adquirir armas, papel, alimentos para la tropa, en comprar complicidades y silencios. ¡Valió la pena, tía! Quisiera irme a Jalapa, a seguir a Antonio, como tú… ¿me ayudarás?
Leona guarda silencio unos instantes; teme el efecto de sus palabras. Anita, quisiera hacerlo… pero… ¿Qué, tía?, se desesperó la joven. No creo que Antonio desee verte llegar allá; además de los peligros que correrías, me han dicho que él… no está solo. ¿Cómo dices, tía? Lo siento, querida. Leona abrazó a su sobrina. Tu corazón eligió a un hombre inconstante, de seductoras palabras que no tienen raíz en sus sentimientos. Nunca considerará a una mujer como compañera. En eso es igual a muchos y… bien distinto de tu tío Andrés.