Perdón, el fin del mundo

Desde entonces casi a diario rondé su casa, en espera de verla salir, dirigirle la palabra.

Mi madre estuvo en este lugar antes de que las rocas se enfriaran, cuando el cielo se cubría con un capote negro adornado con lentejuelas de lava incandescente. Esta idea, que se antoja increíble, no deja de repetirse en mi mente mientras otra parte del cerebro, la de aquí y ahora, se concentra en dirigir mis pies sobre las piedras planas, para evitar una caída poco elegante. A esas dos tareas agrego otra, primordial: llenar mi espíritu con la belleza del panorama, admirar desde sus faldas el cono del Paricutín, con su Zapichu, su niño todavía humeante al lado, e imaginar los sucesos que en 1943 transformaron para siempre el paisaje y la vida en este rincón michoacano, donde quedó incrustado, entre bosques y tierras fértiles, un manto de rocas que sepultaron dos pueblos con sus milpas.

Yo era un muchacho cuando esto sucedió, me sorprende la voz y la presencia de un anciano que, a pesar de su aparente deterioro físico, salta entre las rocas con agilidad de duende. Trae un bastón de amate y cubre uno de sus ojos con un pañuelo raído, que alguna vez fue rojo. Soy de aquí arriba, de Angahuan, donde primero se sacudió la tierra y tiró una casa, un mes antes de que naciera el volcán. Todos los días temblaba. La gente tenía mucho miedo: algo va a pasar, algo terrible, decían las mujeres y se juntaban en la iglesia. Perdón, perdón, viene el fin del mundo, rezaban, lloraban. Y la tierra les respondía con ese olor a diablo y con la niebla que cada vez se extendía, más larga y alta, desde los pueblos vecinos, el de San Juan Parangaricutiro, que llamábamos San Juan de las Colchas, porque todas sus mujeres tejían y tejían colchas para llevar a vender, y el de Paricutín, que en nuestra lengua quiere decir el del otro lado, pues estaban cada uno a un costado de la iglesia de abajo, ésa de la que quedan el altar milagroso y el campanario. Así se sentaban en la misa, cada quien del lado que le correspondía. Allí encontré por primera vez a Antonia, un domingo que me dio por llegar hasta esa iglesia para ver caras distintas. Me paré junto al campanario a mirar a los que entraban, unos por la derecha, otros por la izquierda, sin revolverse, con los ojos bajos para no cruzar ni el saludo. Pero la Antonia (luego averigüé que así se llamaba), alzó la cara, curiosa, cuando me descubrió. En cuanto perdió el paso y enrojecieron sus mejillas supe que no dejaría de bajar al valle hasta que consiguiera robármela. Eso fue poco antes de los temblores, en la fiesta de la virgencita de Guadalupe.

Desde entonces casi a diario rondé su casa, en espera de verla salir, dirigirle la palabra. Soñaba con arrinconarla y robarle un beso bien plantado, sentir sus formas aunque fuera por encima de la ropa… A ella se le encendió también el deseo, me lo confesó entre suspiros y arrumacos cuando mi sueño se cumplió. Tarde se me hacía para correr, limpio y acicalado, a nuestro escondite en su pueblo.

Fue por eso que anduve más cerca de la nacencia del volcán, porque a diario cruzaba la joya, pasaba cerca de la llamada piedra del Sol, donde se abrió el primer hueco que exhalaba ese humillo apestoso, cargado de arena gris, que cada día se iba haciendo más grande hasta parecer una pera; dentro hervía la arena con ruido como de agua en una fuente.

Fue un día febrero cuando vi salir chispas y chorros de piedra del agujero aquel. No llegué a casa de Antonia, regresé corriendo como conejo a Angahuan, sin atreverme a decir a nadie para que no me tomaran por loco, o pensaran que trataba con demonios.

Perdón, el fin del mundo, decía para mis adentros, enojado conmigo mismo por miedoso y pidiendo, a distancia, perdón a Antonia por no haber ido a verla.

Al poco cundió la noticia: nada de fin de mundo, era un volcán, una montaña nueva que iba a crecer allí al lado. Los de los pueblos de abajo debían abandonar sus casas, sus milpas, cargar con lo que pudieran y mudarse a otro lado. Nosotros, como estamos arriba, esperaríamos a ver si Angahuan se salvaba. Comenzó a llegar gente de lejos, tuvimos que aprender a hablar español, porque aquí, hasta entonces, casi nadie sabía esa lengua, sólo la nuestra, el purépecha. Menos sabíamos de aparatos para medir, cámaras, helicópteros y altavoces.

Yo no encontraba sosiego y era más por no saber de Antonia que por lo del volcán y por la invasión de todas esas personas: los expertos, los de las cámaras y los soldados que mandó por delante el general Cárdenas, que vino a convencer a la gente del valle de dejar sus casas. Con él y el montón de fulanos que lo seguía bajé a Paricutín. El río de lava parecía tomarse su tiempo para formar las dos corrientes que iban derechito al pueblo. Vi cómo derribaba los muros de la iglesia, la llenaba, rodeaba altar y campanario hasta ahogarla casi por completo en el lodo hirviente, anaranjado, respetando el altar y las partes elevadas de la fachada. La gente gritaba: ¡Milagro! Otros seguían pidiendo perdón, sin quitarse la idea de que venía el fin del mundo.

Pensé en aprovechar ese desorden para ir a robarme a Antonia; tardarían en saber que estaba acá conmigo. Pero no imaginé que su mamá se había encerrado con ella, atrancó puertas y ventanas con palos y muebles, porque se negaba a salir de su casa. “Si es el fin del mundo, ha de hallarme la muerte en mi casa, qué vamos a andar mi hija y yo peregrinando por otras tierras en busca de techo y comida”, gritaba desde dentro. Ningún caso hacía de la gente que empezaba a juntarse alrededor a darle mil razones. A gritos llamé a Antonia: “¡Sal tú, la lava está cerca!” Pero ella, obediente de su mamá y enmuinada porque no había bajado a verla desde hacía semanas, ni siquiera me respondía. Tuvo que venir el propio general Cárdenas y ordenar a sus soldados que tiraran, a hachazos, las paredes de madera. Sacaron a fuerzas a las mujeres y las subieron a un camión del ejército, del que logré colgarme alegando que era su marido. No habíamos avanzado mucho cuando pudimos ver la lava arrasar la casa. Así conseguí traerla conmigo, con todo y su madre, a Angahuan; la suegra murió pronto, dijo el curandero que la envenenó el volcán. Por lo mismo, por los vapores, la Antonia nunca pudo darme chamacos.

A sus vecinos los llevaron a un lugar llamado Los conejos, cerca de Uruapan. Dicen que al poco tiempo no quedó ningún hombre, puras mujeres y niños: a esas tierras no se les sacaba ni para unas cuantas tortillas. Todos se fueron para el otro lado y muy pocos volvieron. Algunos mandaron dinero una vez o dos, después no se supo de ellos.

Ésa es la historia, concluye Francisco antes de desaparecer saltando de nuevo entre las rocas, unido a un paisaje que es, como él, testimonio vivo del poder de la Naturaleza. Su relato, como la vida de Antonia y su madre, se diluye en el aire claro, va a engordar más a las nubes blancas que surcan el cielo michoacano.

Sigo allí, sentada en una roca, entre los despojos de la iglesia de San Juan, del pueblo entero, respirando una paz que contrasta con las imágenes de esa erupción salvaje. Recuerdo los cuadros de Atl y a mi madre cuando me contaba del cielo ennegrecido, de los relámpagos y las piedras incandescentes volando a gran altura. Y medito acerca del relato que acabo de escuchar… ¿A cuántos Franciscos habrá conocido mi madre, en compañía del doctor Atl, bajo un cielo coronado todavía de rocas incandescentes? ¿Por qué ese amante de los volcanes dejó fuera de sus cuadros las historias humanas? E imagino un mural gigantesco, con el Paricutín en plena erupción al fondo y una escena tipo Guernica, con casas ardiendo y gente que corre, cargada con algunas pertenencias. Entre ellos va Francisco, con su cayado y su paliacate intensamente rojo, tirando de la mano a una Antonia muy joven. El cuadro se titula: Perdón, el fin del mundo.

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